lunes, 25 de noviembre de 2013

Ciudadanía abdicada JOSEBA ARREGI, EL MUNDO 25/11/13

Ciudadanía abdicada
JOSEBA ARREGI, EL MUNDO 25/11/13

 
No cabe duda de que vivimos momentos confusos. Los momentos eran ya confusos desde el punto de vista político antes de la crisis. Con la crisis, la confusión no ha hecho más que crecer y algunos elementos que conforman la confusión se han agravado. Por mucho que se nos diga que vivimos momentos de retroceso de la religión, de secularización creciente, de laicidad cada vez más completa, la verdad es que el mito del chivo expiatorio sigue plenamente vigente: siempre tiene que haber algún culpable que nos purifique de nuestras responsabilidades y simplifique la complejidad.

Parece que aún no hemos aprendido a pensar de forma sistémica: si un sistema entra en crisis, es el sistema en su conjunto el que entra en crisis, todas sus partes y todos sus elementos están afectados por la crisis, la crisis se manifiesta en cada elemento del conjunto, y no sólo en algunas partes del mismo. Hoy es el sistema político-económico-cultural el que está en crisis, en todos sus elementos. Pero jugamos con la idea de que la crisis está sólo en alguna parte del sistema, pero que no afecta al resto, no nos afecta a nosotros. Mejor dicho: que nos afecta, pero sin que seamos responsables de ello, porque nosotros, nuestra forma de pensar, nuestra forma de actuar, nuestra forma de comprar, de votar, de relacionarnos, de entender los derechos no son parte activa de la crisis, sino sólo pasiva.

Hace ya algunas décadas que la sociología americana desarrolló la idea de que el capitalismo había cambiado, y con él la cultura que le dota de significado, pasando de un capitalismo de producción a un capitalismo de consumo, y pasando de una cultura capitalista ascética, a una cultura hedonista, de valores subjetivos, post-materialista como se decía, siendo lo material el valor de la producción. Si a este cambio socioeconómico y cultural se le añade la transformación todavía más profunda de la economía con la consecuencia de que el sector manufacturero ha pasado a contribuir de forma muy limitada al PIB –alrededor del 15% en el caso de los EEUU–, con un crecimiento enorme del sector de servicios, dividido entre los servicios muy cualificados, de alto valor añadido y con capacidad de generar importantes ingresos por un lado, y los servicios que requieren poca o muy poca cualificación, con poco valor añadido y mal pagados, nos encontramos con que la infraestructura productiva, económica y social que sostenía y explicaba la estructura política de los estados nacionales occidentales ha cambiado radicalmente, con que los partidos de masas de esa estructura política han perdido su base social y material, y con que el conjunto del sistema está desanclado.

El sistema político de las sociedades modernas se encuentra, pues, con que ha perdido la base socioeconómica tradicional en la que se sustentaba, los partidos de masas están sin anclaje social y los ciudadanos han heredado la cultura consumista repleta de valores hedonistas, post-materiales, la cultura subjetivista que sólo sabe articularse transformando los deseos en necesidades y las necesidades en derechos. En una situación así los culpables, porque son algo más que responsables, siempre son los demás, además los demás entendidos como personas individuales, los políticos, los banqueros, el mercado imaginado como un monstruo personal omnipotente ante el que han abdicado el resto de elementos del sistema.

Los movimientos que suscita la situación política actual agravada por la crisis son movimientos de personas instaladas en esa cultura del capitalismo post-industrial, del capitalismo de consumo, de una cultura capitalista post-materialista, subjetivista y hedonista. Todo son derechos, el estado tiene la obligación de satisfacerlos, los políticos están para que el estado satisfaga esos derechos, y si es necesario, debe anular las leyes del mercado para que esa satisfacción se produzca. Son movimientos articulados en torno a exigencias, a demandas, a reclamación de respeto de derechos adquiridos. Son movimientos que exigen la satisfacción inmediata de lo que reclaman –Democracia YA!– al modo como los infantes exigen la satisfacción inmediata de sus deseos y necesidades. Son movimientos que, a veces, dan a entender que buscan el cambio de modelo. Se puede entender que plantean el cambio de sistema, que son, por lo tanto, revolucionarios. Pero esta palabra, revolución, no se escucha, lo que da a entender que la exigencia de cambio de modelo no se refiere a un radical cambio de sistema, sino a la conquista y ejercicio de poder dentro del sistema existente.

Es necesario, dicen, defender el Estado de Bienestar que tanto ha costado conseguir. Pero el Estado de Bienestar, como lo dice la palabra misma, bien-estar, requiere un grado suficiente de riqueza. Y el bienestar está relacionado con la riqueza que es capaz de producir una sociedad. Si una sociedad se permite mayor bien-estar que lo que es posible con la riqueza que produce, debe endeudarse. Y quien se endeuda debe pagar, antes o más tarde, sus deudas. Y quien se endeuda se pone a sí mismo, en parte al menos, en manos del acreedor. Y todos los acreedores saben que el sistema funciona si existe confianza en que las deudas serán pagadas. En caso contrario, no se presta, no es posible el endeudamiento. Y tampoco un bienestar por encima de la riqueza producida.

Una crisis política y económica, además de cultural, profunda como la actual, requiere que los elementos principales del sistema sean conscientes de los cambios profundos que se han producido en la base socioeconómica del sistema mismo. En su libro Une si longue Nuit, L’apogée des régimes totalitaires en Europe 1935-1953, Stéphane Courtois escribe: «Si Italia antes de 1922, Alemania antes de 1933, Rusia antes de 1917, China antes de 1949 representan efectivamente estadios muy distintos de evolución económica, también ofrecen la característica común de haber practicado formas de movilización de masas que se parecen a la democracia sin haber conocido, salvo episodios breves, el sistema representativo liberal tal y como ha funcionado en períodos largos en Francia, Inglaterra y en los EEUU. En este sentido, el totalitarismo es quizá la democracia menos el sistema representativo liberal; sería en definitiva el producto de lo que Trotski ha llamado la revolución permanente, es decir, el paso brutal de las sociedades antiguas a la política de masas saltando el escalón esencial de la democracia burguesa».

La democracia representativa, repito, ya no se asienta en intereses colectivos claramente definidos por la estructura socioeconómica. La base de la representatividad es más débil: el sector conservador-liberal apela a los sectores emprendedores y capaces de producir riqueza, mientras que los sectores de izquierda-progresista apelan a los sectores consumidores del bienestar permitido por la riqueza producida.

Pero unos y otros están sometidos a infinidad de exigencias provenientes de grupos de intereses difícilmente generalizables y que convierten la gestión política en un galimatías que cada vez requiere más de la capacidad de los responsables políticos de distinguir los fundamentos del acuerdo constitucional que sustentan la voluntad de creación de una comunidad política –y que deben estar a salvo de juegos y frivolidades– la garantía de los derechos y libertades fundamentales que para ser universales deben ser pocos, como decía Michael Walzer, y el resto de derechos y cuestiones políticas más sometidas al albur de mayorías cambiantes, no pocas veces circunstanciales y fruto de acuerdos más allá de las líneas claras de los principios dogmáticos.

Todo ello, sin embargo, requiere de ciudadanos que no abdiquen de sus responsabilidades políticas, que incluyen necesariamente las obligaciones. Una ciudadanía responsable debe ser una que interioriza que un sistema no puede funcionar si unos, los más exigen, y otros, los menos, están obligados a rendir. Una ciudadanía responsable debe saber que no existe bien-estar si antes no se produce la riqueza que lo hace posible. Una ciudadanía responsable debe saber que es una trampa mortal para cualquier sistema democrático transformar los deseos en necesidades, las necesidades en derechos, y los derechos, a poder ser, en derechos humanos para que nadie los pueda cuestionar.


Mucho me temo, sin embargo, que la crisis que estamos viviendo aún no va a servir para reflexionar sobre estas cuestiones.

sábado, 23 de noviembre de 2013

Víctimas y democracia EL CORREO 23/11/13 JOSEBA ARREGI

Víctimas y democracia
EL CORREO 23/11/13
JOSEBA ARREGI
El dilema natural de la política

 Lo que les debemos a las víctimas es la defensa de la política, del espacio público y de la democracia, pues para hacerlo imposible han matado a sus familiares

Una de las peores cosas que les ha podido suceder a las víctimas es que el problema que les afecta, el de la memoria digna y justa de sus familiares asesinados por ETA, esté siendo recubierta por palabras y más palabras, por circunloquios y discursos múltiples que crean una hojarasca bajo la que es difícil percibir la realidad de la víctima.
Dentro de estas cosas peores que les pueden ocurrir a las víctimas es la de que, al final, lo que se deba hacer con ellas, lo que se deba a la memoria digna y justa de sus familiares asesinados por ETA, no tenga nada que ver con la democracia, sino con cien mil otras cosas, con el perdón, la reconciliación, la convivencia, los derechos humanos abstractos, el futuro, la reinserción y más cuestiones.
Pero si con algo tiene que ver la memoria digna y justa de las personas asesinadas por ETA es con la democracia. Y con la política en su sentido profundo. Política en su sentido serio es el esfuerzo por constituir la comunidad política.
La comunidad política sólo la pueden constituir los ciudadanos. Los creyentes constituyen comunidades religiosas, los hablantes comunidades lingüísticas, los pertenecientes a una etnia o a una cultura comunidades etnoculturales. Sólo los ciudadanos pueden constituir una comunidad política, sólo los ciudadanos pueden constituir una nación política distinta a la nación etnocultural.
El ciudadano se define por sus derechos, por sus libertades fundamentales y por sus obligaciones. El marco de definición del ciudadano es el marco del derecho, el marco de las leyes, el marco del espacio constitucional, el marco de las reglas capaces de crear una unidad para la convivencia de los diferentes en libertad. Ese marco de definición del ciudadano es lo que se denomina espacio público, que a su vez se define desde la aconfesionalidad.
En el espacio público sólo tienen vigencia para todos lo que puede ser predicado de todos: los mismos derechos, la igualdad ante las mismas leyes, la libertad de conciencia, la libertad de opinión, la libertad de asociación. Este espacio público se constituye dejando a un lado lo que caracteriza privadamente a cada persona: sus creencias religiosas o no-religiosas, su identidad lingüística o etnocultural, su sentimiento de pertenencia. Eso es lo que significa la a-confesionalidad del Estado que no implica ninguna afirmación positiva, ni siquiera el de la laicidad.
La política, la democracia se constituyen, pues, en el binomio espacio público-espacio privado. En el espacio público, el espacio de la política, el espacio de la democracia, sólo valen los derechos fundamentales que son universales, las leyes que se derivan de ellos y no entran en contradicción con ellos y que son iguales para todos, porque no atienden a creencias, convicciones, identidades o sentimientos personales y privados, las reglas que regulan la convivencia de los diferentes en libertad. Y el espacio público de la política, de la democracia, se constituye desde la obligación de los ciudadanos a limitar las pretensiones de imponer sus características privadas –creencias, convicciones, identidades, intereses, sentimientos– en el espacio público, pues el suyo es el de la privacidad.
ETA ha asesinado a más de ochocientas personas, en Euskadi y en el resto de España, porque no acepta ningún espacio público, porque, al querer imponer las características privadas que cree son las propias del vasco en el espacio público, transforma éste necesariamente en espacio privado. Por eso no acepta ningún espacio constitucional, por eso no acepta, ni entiende, la política, porque el espacio público, el espacio constitucional, la política parten de entender al individuo como ciudadano, no como identitario, no como creyente, no como sujeto de sentimientos y emociones, no como portador de una lengua o una cultura determinadas, sino como sujeto de derechos inalienables, comunes y universales, positivizadas en leyes ante las que todos, sin atención de credo, convicción, sentimiento, identidad o lengua, son iguales. Por eso no acepta el Estatuto de Gernika como marco de convivencia en libertad. ETA asesina porque quiere llenar el espacio público con su idea y su sentimiento de lo que es el verdadero vasco, el nacionalista radical y socialista revolucionario. ETA asesina porque pretende eliminar a todos los que no caben en su espacio privado, impidiendo así que surja el espacio público, la política. Por eso ETA, y todos sus acompañantes necesarios, tiene que hablar de democracia verdadera, que es la suya, la privada, la particular, pero no la de todos, que es la democracia sin más.
Pero es el conjunto del nacionalismo el que tiene dificultades con la idea de espacio público, de política, de espacio constitucional, de democracia. Lo suyo es la casa, la del padre, el solar, el espacio privado en el que siempre hay restricción del derecho de admisión, el ámbito de los sentimientos, pero no el espacio público en el que las cualidades privadas son irrelevantes para los derechos, libertades y obligaciones. Por eso tiene dificultades con el Estatuto de Gernika y con la Constitución sin la que el Estatuto no se entiende. Y no por que no se haya cumplido el Estatuto, pues lo que plantea no es su cumplimiento, sino alternativas a este Estatuto, su superación, su conversión en el espacio privado del nacionalismo, del sentimiento nacionalista, la negación de la política y del espacio público.
Lo que les debemos a las víctimas es la defensa de la política, del espacio público y de la democracia, pues para negarlo y hacerlo imposible han matado a sus familiares. Y es esta idea la que debe ser transmitida en las escuelas, y sólo para ello deben estar presentes las víctimas en las aulas. Para nada más. Pues si de reinsertar a los presos se trata, ¿en qué se deben reinsertar si no es en aquello que han roto, el vínculo de la unión y la política que crea el espacio público de la democracia y el Estado de derecho?


lunes, 7 de octubre de 2013

Ética por los suelos EL CORREO 05/10/13 FERNANDO SAVATER

Ética por los suelos


EL CORREO 05/10/13
FERNANDO SAVATER

Cualquiera que oiga desde lejos lo mucho que se habla actualmente en Euskadi de consolidar la paz, ponencias de paz, comisiones parlamentarias para diseñar la paz, etc… puede suponer que estamos en una situación bélica o de tregua amenazada entre dos batallas. Pero la sencilla realidad es que aquí vivimos en lo que se llama ‘paz’ en toda tierra de vecinos: tenemos instituciones democráticas que funcionan –regular, como en los demás sitios– unas leyes discutidas pero vigentes, una población ideológicamente diversa que convive con mayor o menor armonía, preocupada por la crisis económica y la pérdida de puestos de trabajo, una capacidad productiva que sin duda ha conocido épocas mejores aunque todavía sigue siendo envidiable para otras regiones españolas y europeas, etc… Desde luego, nuestra organización terrorista autóctona aún no ha entregado las armas ni aceptado su disolución definitiva, pero últimamente sólo aparece en la prensa cuando detienen a sus residuales efectivos, no cuando comete atentados. Aún cuenta con simpatizantes en las calles y con representantes políticos que les son próximos y favorecen su nostálgica exaltación, pero peor es lo de la Mafia o la Camorra y nadie dice que Italia no esté en paz. De modo que tampoco parece que deberíamos agobiarnos tanto.

            Los que se han metido en el enredo de la ponencia de paz tropiezan entre otras cosas con el tema de establecer institucionalmente la memoria de lo acontecido. Es un asunto extraordinariamente confuso, como ocurre en todos los intentos de establecer por ley una ‘memoria histórica’. Lleva a contradicciones insolubles: este verano me pareció oír que Patxi Zabaleta abogaba por una amnistía de los terroristas pero sin olvido de lo ocurrido, cuando resulta que ‘amnistía’ significa precisamente ‘olvido’, al menos para quienes recordamos un poco del griego que aprendimos en el colegio… cuando en los colegios se enseñaba griego, claro.
La verdad es que la memoria y la historia no son ni mucho menos lo mismo y tratar de homogeneizarlas por decreto o por acuerdo político es cosa estrictamente imposible y probablemente indeseable. Lo explicó muy bien el maestro Tony Judt, al que me permito citar en extenso porque merece la pena: «Yo creo profundamente en la diferencia entre la historia y la memoria; permitir que la memoria sustituya a la historia es peligroso. Mientras que la historia adopta necesariamente la forma de un registro, continuamente reescrito y reevaluado a la luz de evidencias antiguas y nuevas, la memoria se asocia a unos propósitos públicos, no intelectuales: un parque temático, un memorial, un museo, un edificio, un programa de televisión, un acontecimiento, un día, una bandera. Estas manifestaciones mnemónicas del pasado son inevitablemente parciales, insuficientes, selectivas; los encargados de elaborarlas se ven antes o después obligados a contar verdades a medias o incluso mentiras descaradas, a veces con la mejor de las intenciones, otras veces no. En todo caso, no pueden sustituir a la historia» (en ‘Pensar el siglo XX’, ed. Taurus). Moraleja: es mejor que establecer las frágiles y dolientes verdades del pasado sean tarea de los historiadores y no resultado de conveniencias políticas. Por lo demás, la memoria que cada cual guarda de lo que ha vivido nunca puede ser sustituida por decreto.

            Por lo visto, la ponencia de paz y convivencia tiene un suelo cuya moqueta es la ética. Es deseable que quienes vayan a pisar ahí lo hagan con los zapatos bien limpios de barro antiguo y sobre todo de sangre seca. Pero no es fácil determinar qué novedades va a aportar esa moqueta, tan importante y discutida.
¿Qué otra cosa va a decir la ética, sino que los asesinatos, la extorsión, la intimidación, la tortura, etc… son inmorales y van contra la decencia humana, por no hablar de la democracia? Francamente, para establecer esa conclusión no hace falta una comisión parlamentaria. ¿Servirá en cambio la ponencia para relativizar la ética que conocemos ya, para decir que esos atropellos estuvieron más o menos justificados por las circunstancias, que a nadie se le puede hacer sentir culpable puesto que tantos culpables hubo, que como todos somos pecadores –¡incluso el Papa, ay Dios mío!– más vale que nos olvidemos de llamar pecados a los pecados? Llegar a esa conclusión no sería establecer un suelo ético sino ver la ética por los suelos. Según la cofradía bildutarra, en el País Vasco las últimas décadas no ha ocurrido nada de especial: hay víctimas de la guerra civil, de abusos policiales, violencia de género, etc… como en otros lugares. Es verdad que también ha habido terrorismo, una lacra no tan común en el resto del país, pero esa especialidad local hay que considerarla dentro del conjunto de los males globales. O sea que tampoco ha sido para tanto y presoak kalera, que es a dónde queríamos llegar…

            Francamente, todo este esfuerzo por poner un remiendo acomodaticio a la realidad desgarrada a sangre y fuego suena a ‘pasión inútil’, como diría Sartre. La sociedad vasca tiene leyes, instituciones democráticas y muchos problemas que resolver en el presente y en el futuro como para ocuparse tanto del pasado.
            La única novedad no ética sino política que nos convendría a todos sería la desaparición completa y definitiva de ETA, pero eso no puede decidirlo ninguna ponencia parlamentaria por bienintencionada que sea.


viernes, 20 de septiembre de 2013

lunes, 9 de septiembre de 2013

Artículo de Joseba Arregui: El espacio constitucional EL CORREO 09/09/13 JOSEBA ARREGI

Este artículo es una OBVIEDAD. Malos tiempos cuando no se distingue lo obvio.




El espacio constitucional
JOSEBA ARREGI  EL CORREO 09/09/13


Nada hay más seguro que el que en tiempos de gran complejidad como los actuales la simpleza será la gran aliada de la mayoría para poder seguir viviendo con cierta comodidad. Si la democracia se desarrolla en Europa como consecuencia de que la simpleza de los dogmas religiosos conduce a la guerra, la democracia es una forma de gobierno abierta a la gestión de la complejidad. Pero, desde sus comienzos la democracia ha estado sometida a la presión de la simplificación: sólo una definición simple puede dar cuenta de lo que significa la democracia, el pueblo manda.
Algunas referencias recientes apuntaban la idea de que para el presidente del PSE Jesús Eguiguren los vascos no son anticonstitucionalistas, sino que pretenden una constitución distinta a la que les gobierna. Y por distinta, colijo que se refería a una constitución que defina un espacio territorial distinto al actual, un espacio vasco, definido, a su vez, por las diferencias culturales, lingüísticas, de tradición que se dan en el País Vasco.
Esta es una respuesta que han dado siempre los nacionalistas vascos cuando han discutido con los llamados constitucionalistas: nosotros también somos constitucionalistas, sólo que en otra geografía. Pero la idea de Eguiguren, como la de los nacionalistas, pone en claro que no entienden lo que constituye el espacio constitucional tal y como éste ha ido desarrollándose a partir de la tradición constitucional iniciada por la constitución revolucionaria francesa de 1792.
Lo específico de una constitución democrática no radica en el espacio geográfico en el que se aplica, sino el espacio que queda definido por la sumisión del poder soberano al imperio del derecho. Y si el espacio del derecho es un espacio potencialmente universal, el espacio constitucional no queda limitado a una geografía, sino que es, también, potencialmente universal.
Claro que la tradición constitucional democrática iniciada por la revolución francesa tiene un espacio geográfico bien delimitado inicialmente, el de la Francia heredada de la monarquía absoluta. Claro que la tradición constitucional democrática iniciada por la revolución francesa habla francés, que los derechos universales del hombre proclamados por su constitución hablan francés.
Pero lo importante no es el punto de partida, sino la fuerza que impulsa a esos derechos del hombre que nacen hablando francés a hablar otras lenguas, a extenderse por otras geografías, a buscar la universalización inherente a su misma idea de derechos humanos. El hecho de que una persona nazca en un mundo lingüístico determinado no significa que no pueda abrirse a otros mundos lingüísticos, ni que ese mundo lingüístico de nacimiento suyo no sea, por efecto de la historia humana, en sí mismo ya una amalgama inextricable de muchos mundos lingüísticos y de muchas culturas.
Una constitución, que irremediablemente siempre tiene como punto de partida un espacio geográfico, social y cultural delimitado, se caracteriza como democrática por su capacidad de transcender precisamente esa limitación: el espacio constitucional alemán, el francés, el británico, el sueco o el holandés no está limitado a cada uno de esos países, sino que está abierto al espacio constitucional de los Derechos Humanos delimitado por la corte del mismo nombre de Estrasburgo.
Un preso de ETA, una soldado alemana o cualquier ciudadano francés está constituido en sus derechos fundamentales por la geografía del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y no por la geografía de su país.
El espacio constitucional democrático implica una geografía delimitada, pero siempre que esa geografía esté potencialmente transcendida hacia la universalidad que implican los derechos humanos, los derechos fundamentales, las garantías de libertad de opinión, de conciencia, de expresión, de asociación y de representación. La geografía cuenta, la concreción de las lenguas y culturas cuenta, pero son democráticas sólo en su sumisión a la universalidad del imperio del derecho. Por eso no tiene sentido alguno decir que sí se acepta el constitucionalismo, pero aplicado a otra geografía, porque implica no entender que la sumisión al imperio del derecho, sin el que no hay democracia, relega a la geografía a un segundo lugar.
La aplicación de estas ideas, o su olvido o desconocimiento, conlleva serias consecuencias. Los miembros de Etikarte han escrito recientemente un artículo en el que explicitan las condiciones a respetar para poder fundamentar una convivencia democrática en paz. Aparte del canto a los hechos separados de las interpretaciones, un canto que requiere un examen crítico serio, subrayan la necesidad de aceptar como uno de esos hechos sin interpretación el de la existencia de un conflicto entre el pueblo vasco y el Estado español, y por lo tanto la falta de legitimidad de la exigencia de renuncia a lo que implica ese hecho del conflicto porque haya sido utilizado por ETA en su lucha terrorista.
Al igual que es criticable la separación de hechos e interpretaciones, es criticable la separación que presupone ese planteamiento entre medios y fines. Pero dejando de lado también este aspecto, la convivencia en libertad de quienes somos diferentes internamente, no respecto a un exterior definido como estado español, sino dentro de la sociedad o pueblo vasco, sólo es posible en un marco constitucional que garantice la libertad de conciencia, de opinión, de identidad, de lengua, de sentimiento de pertenencia de cada uno de los ciudadanos vascos.
La pregunta a formular entonces es la siguiente: ¿es posible que un proyecto político que parte de subsumir en el colectivo pueblo vasco en conflicto con el Estado democrático y constitucional español a todos los habitantes de Euskadi, de Navarra y del País Vascofrancés, negando la constatable realidad de que muchos vascos no lo sienten así, sea tenido por democrático? Porque si no lo es, y yo creo que no lo es, entonces no puede ser fundamento de ninguna convivencia democrática.


miércoles, 28 de agosto de 2013

entrada de Santiago Gonzales sobre salud

http://santiagonzalez.wordpress.com/2013/08/23/si-esto-es-salud/

Si esto es Salud

Si esto es un médico
Vean la foto del diario El Mundo que ilustra este comentario. Un colectivo de autodenominados ‘trabajadores de La Paz’ se manifiesta frente a su centro de trabajo para rechazar a una paciente, la delegada del Gobierno en la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, que permanece en la UCI de dicho centro hospitalario desde el accidente de moto que sufrió en días pasados.
Siempre pensé que el médico es el cura de los laicos y el abogado de la clase media -baja. Se lo decía Woody Allen a Susan Anspach, su esposa en ‘Sueños de un seductor’, cuando ésta le comunicaba su decisión de divorciarse: “Mi abogado llamará a tu abogado’, a lo que Allen responde: “No tengo abogado. Dile que llame a mi médico”. Valga la comparación para señalar que hay tres profesiones que no discriminan a sus clientes, aunque sean criminales: los curas, los abogados y los médicos. Era una creencia que acaba de demostrar su falsedad en esta manifestación de la izquierda sanitaria, que ha roto ostensiblemente y ante los medios de comunicación un principio elemental del juramento hipocrático.
Cuando hace unos años me operaron de varices, nunca pensé que la cirujana podía ser nacionalista o batasuna y que arriesgaba algún vaso sanguíneo en el trance,  si aquella señora decidía llevar a lo personal una discrepancia ideológica. Es más, nunca se me ha ocurrido pensar que ninguno de los médicos que han atendido al asesino preso  Bolinaga haya tenido otra consideración prioritaria respecto a él que trabajar por su salud.
El escrache tenía que llevar a esto. De la denuncia ante la institución que gobiernan los políticos, se pasó al acoso domiciliario, para llegar ahora, no ya a manifestarles hostilidad por la política que desarrollan, sino por su ser. A Cifuentes quieren echarla del hospital porque el Gobierno de Madrid está privatizando la Sanidad Pública, en su opinión. No se trata de las competencias que desarrolla la delegada del Gobierno de España, sino de la política sanitaria del Ejecutivo de Madrid. No es por ser la delegada del Gobierno, sino por ser del PP.
Esta inédita fobia a uno de sus pacientes me resulta tan difícil de creer que no me resigno a pensar que no se va a producir una asamblea de médicos de La Paz para denunciar como impostores a los de las batas y desautorizar una manifestación convocada en su nombre. Pero puede que en esta ocasión lo peor sí sea cierto y los médicos de La Paz o muchos de ellos guarden silencio aprobatorio. En tal caso, puede que el Gobierno deba enviar a la planta en la que está hospitalizada Cristina Cifuentes un par de médicos militares para que vigilen los protocolos que administran sus colegas de izquierdas y los ATS.
Es muy notable que este personal que niega a una cotizante añeja de la Seguridad Social compatibilice esta actitud con la autosatisfacción de considerarse solidario porque son partidarios de que la Sanidad Pública española atienda al último llegado en patera, que no ha cotizado nunca.
Otra cuestión es el fetichismo de lo público que padece la izquierda. La Sanidad pública, digámoslo una vez más, no es tal porque los médicos, ATS, auxiliares, celadores y empleados de la limpieza sean funcionarios, sino porque los hospitales se pagan con fondos públicos, es decir, con los impuestos de los ciudadanos. Voy a poner dos ejemplos: La sanidad holandesa, la mejor de Europa, y lo reconoce un medio que no me dejará mentir, Pues bien, el sistema holandés de Salud se basa en la financiación pública y en la prestación de servicios por empresas privadas, así como en la libertad de elegir de los pacientes. Véanlo en este link. Vamos a otro ejemplo, Suecia, ejemplo del Estado del Bienestar:
“En Suecia, país líder en cuanto a resultados médicos y que en 2010 gastaba en sanidad el mismo porcentaje del PIB que España (9,6%), no solo se acepta sino que se fomenta una amplia gestión privada tanto en la atención primaria como en la especializada, sin excluir entidades con ánimo de lucro, que son las más comunes y las que más dinamismo han dado al sector sanitario sueco (Capio, que es una empresa de origen sueco, es el mejor ejemplo de ello). El Estado garantiza el acceso universal e igualitario a la sanidad, que por otro lado financia, regula y controla. (…)
En ninguno de estos dos países líderes (Holanda y Suecia) existen funcionarios públicos (y menos de esos vitalicios que tenemos en España) involucrados en la prestación de servicios sanitarios. En Suecia, los empleados del sector sanitario público son trabajadores como todos los demás, regidos por las mismas leyes; lo mismo ocurre en muchos otros países con una sanidad de cobertura universal y alta calidad, como los demás de Escandinavia, Alemania, Suiza y el Reino Unido. En estos países la categoría de funcionario está reservada a quienes desempeñan las funciones privativas del Estado; no son funcionarios ni los profesores, ni los médicos, ni las enfermeras ni los trabajadores sociales, por poner ejemplos bien relevantes.”
Más que el mal, lo que es banal es la estupidez y banales son forzosamente los términos con que se expresa, sintagmas que hacen resbalar el sentido común como si fueran una piel de plátano. Un suponer: “La sanidad no puede ser un negocio”. (Y quien dice la Sanidad, dice la Educación). ¿Por qué? Demos una vuelta a la frase, primum vivere. Antes que la Educación, antes incluso que la Sanidad, está la alimentación. Uno puede convivir con un cáncer meses, incluso años. Interrumpir la ingesta de alimentos acorta la vida mucho más.
Consideren esta proposición: “La alimentación no puede ser un negocio”. ¿Habría que nacionalizar los supermercados? ¿De veras piensa nuestra izquierda que Mercadona no debe ser gestionada por un capitalista movido por ánimo de lucro, sino por ejemplares funcionarios controlados por sindicalistas de CCOO y UGT, con el reputado afán de servicio y amor al bien común que han acreditado a lo largo de las tres últimas décadas en la gestión de los EREs andaluces?
Los médicos y demás trabajadores con bata que se manifiestan en la foto no conciben estas razones y claman por la expulsión de la señora Cifuentes de un hospital que ellos se han privatizado por la brava sin caer en un pequeño detalle: ellos son los servidores de un sistema de salud del que TAMBIÉN es propietaria la delegada del Gobierno en Madrid, la ciudadana Cifuentes.
Es la chusma, esta patulea movida por el odio mientras blasona de superioridad moral,  ha tenido una expresión terrorífica en las redes sociales, de la que daba cuenta  el camarada Espada: La excelente cobertura en Twitter del accidente de la delegada Cifuentes. Entre toda esta gentuza encapuchada, esta patota, que diría mi querido Gistau, destacan dos que firman con su nombre: Llamazares y el chico de Javier Pradera. El primero es una versión banal y mediocre del estalinismo. El segundo es hijo de un hombre por quien tuve aprecio y a quien debo, en tanto que director de ediciones de Alianza Editorial, mi eterno agradecimiento por la publicación de muchos libros esenciales en mi aprendizaje. Max Pradera es un ejemplo vivo de cómo degenera la raza, hay que joderse.
A mi admirado Javier Pradera, con quien no era preciso estar de acuerdo siempre, pero era obligado guardarle un respeto intelectual, le salió un hijo algo chisgarabías y que se expresa como un tontito. Una criatura a la medida de Twitter, vamos. ¿Habrá pensado alguna vez en estos días que estos chistecitos que él hace sobre el accidente de la delegada, deben de ser de naturaleza muy parecida a los que hacía la izquierda de antaño cuando fusiló a su abuelo paterno, Javier, y a su bisabuelo Víctor en septiembre del 36 en San Sebastián? Seguramente no hizo tantas bromas sobre el abuelo materno del joven Max Pradera, Rafael Sánchez Mazas, carné número 4 de Falange Española y coautor, junto a Ridruejo de la letra del ‘Cara al sol’, en concreto de estos versos: “Volverán banderas victoriosas/ al paso alegre de la paz”, cuando fue fusilado en masa en enero de 1938. Digo que no harían bromas porque se les escapó vivo.
Me parece bien que no se sienta atado por el legado de sus antepasados. Sólo espero que no se le ocurra escribir un tuit para llamar a cualquier Cifuentes ‘hija del franquismo’.
Hoy han publicado David Gistau Hermann Tertsch dos artículos en los que se cuenta lo esencial de todo esto. Si insisto en ello es porque me parece imprescindible reivindicar un principio moral y contribuir en la medida de los posible, que es poco, a poner las cosas en su sitio.

martes, 27 de agosto de 2013

El fuste torcido de la Humanidad, artículo de de Joseba Arregi en El Mundo



El fuste torcido de la Humanidad
 Joseba Arregi en El Mundo, 27 agosto, 2013

El autor reflexiona sobre la sensación de omnipotencia que nos ofrece la actual cultura tecno-científica. Considera que, dada la complejidad de nuestro mundo, es imposible la formación de la responsabilidad moral

Es conocida la frase de Kant según la cual el hombre está hecho de madera torcida, lo que fue utilizado por Isaiah Berlin para argumentar la dificultad, o imposibilidad, de construir un sistema ético único, jerárquico y completo: el ser humano lleva la torcedura en sus genes. Algo parecido afirman algunos sociólogos cuando definen la situación de crisis de la modernidad como debida a la acumulación de efectos colaterales no queridos por la propia modernidad en su intento de crear una nueva cultura (Beck).
Esta idea me ha venido a la mente leyendo algunos editoriales que comentan la decisión del juez que lleva el caso del Alvia accidentado en Galicia de imputar a responsables de Adif y de Renfe. Vaya por delante que no trato, en absoluto, de poner en duda esa decisión judicial, pues si algo merecen las víctimas de ese desastre ferroviario es que se llegue a la máxima justicia posible.

Leo en el editorial de EL MUNDO del miércoles 21 de agosto: «y que el concepto mismo de ese tipo de transporte debería excluir la posibilidad del error humano. Una tecnología tan sofisticada no puede tener esos agujeros negros». Y en el editorial de El País del mismo día se puede leer lo siguiente: «Del auto del juez se deduce que todo significa generalizar a todas las líneas de velocidad alta el sistema ERTMS, capaz de subsanar todo error humano previsible de manera automática».

Lo que merece reflexión, en mi opinión, es la sensación que se desprende de ambas opiniones editoriales de que es posible un mundo sin accidentes si se aplica toda la tecnología de la que ya disponemos, la idea de que el hombre sigue siendo de madera torcida y puede equivocarse, pero que ha sido capaz de dotarse con medios tecnológicos suficientes como para enmendarse a sí mismo y eliminar las consecuencias de esa torcedura, de su tendencia a equivocarse.

Esta idea es cumulativa con otra idea que, en estos años de crisis económica ha quedado relegada a un segundo plano, pero que hasta hace pocos años nos saludaba de cada página de periódico y de cada noticiario televisivo: la vejez no es invencible, la investigación avanza hacia la posibilidad de derrotar la muerte, o al menos de retrasarla hasta límites inimaginables, la ciencia nos hace de alguna forma omnipotentes, cumpliendo así lo que, según Richard Sennet, nos promete la tecnología de la que esperamos siempre más potencia en Pferdestärke (caballos de fuerza) ¿los automóviles?, más capacidad de almacenamiento, una especie de memoria total ¿en los soportes para guardar y escuchar música?, más potencia de memoria en nuestros ordenadores, o sustitutoriamente en los smartphones, tablets o demás gadgets sin los que nos creemos estar desnudos.

Lo que sucede es que esta esperanza sólo se puede cumplir si llegamos a ser capaces de crear robots que no dependan de nosotros, y de que ellos sean los que establezcan los protocolos de actuación de los humanos para cada caso. Hasta el momento, por lo que conozco, todavía la tecnología sigue siendo producida por humanos, aunque sea, cada vez más, con ayuda de tecnologías previamente creadas por los humanos. Y si las tecnologías han sido creadas por los humanos participarán, de alguna manera, de la torcedura que le es propia al hombre.

Algo que conocemos bien del mundo de la política, especialmente                            , que los términos autonomía, autogobierno o autodeterminación, bastante sinónimos en atención a su raíz, derivan su significado último del término soberanía que significa poder absoluto, ilimitado, incomunicable e indivisible (Bodino), en el caso de la ciencia y la tecnología produce el mismo campo semántico: la autonomía soñada por la cultura moderna para el hombre, superando las heteronomías por las que se deja esclavizar, utilizando para ello el saber ?ciencia y tecnología?, se define por la esperanza de alcanzar la omnipotencia, la eternidad y la superación de todos los límites.

La literatura romántica alemana produjo el personaje del Barón de Münchhausen Rudolf Eric Raspe, basada en una figura histórica que vivió entre 1720 y 1797?, un personaje de chiste, personificación de todas las contradicciones, la encarnación de que los sueños de poder ilimitado del hombre terminan, en el mejor de los casos, irrisoriamente, o en el peor, con la muerte. Personalmente una de las imágenes de ese Barón de Münchhausen más significativas es la del momento en que se encuentra en arenas movedizas, a punto de ser engullido por estas para causarle una muerte segura, y de las que intenta librarse tirándose a sí mismo de la coleta, con lo que termina presionando hacia abajo con los pies y ayudando a las arenas movedizas a cumplir con su fatal función de engullirlo.

El Barón de Münchausen es el contrapunto que pone el romanticismo al sueño ilimitado de la razón ilustrada. Es un contrapunto necesario, no para desesperar radicalmente del sueño ilustrado, sino para no perder de vista sus limitaciones humanas, ya vistas y reconocidas por el gran ilustrado Kant como lo pone de muestra su citada frase de la madera torcida de la que está hecho el hombre. Pero incluso en unos momentos en los que crisis de todo tipo nos agudizan la conciencia para temer las consecuencias de ese sueño de omnipotencia ?en el Estado, en el mercado, en la ciencia, en la matemática, en las revoluciones, en el pueblo, en la nación, incluso en la misma democracia? el sueño se nos vuelve a colar por cualquier resquicio, como dicen Adorno y Horkheimer de los dioses expulsados del escenario por la revolución ilustrada, que se vuelven a colar en cuanto nos descuidamos, habiendo nosotros perdido la capacidad de reconocerlos en su calidad de dioses, pues creemos haberlos expulsado para siempre.

La pérdida de esa capacidad de reconocer a los dioses que vuelven camuflados al escenario y que somos incapaces de reconocer se manifiesta en nuestros días, entre otras cosas, por nuestra convicción de que vivimos, con algunas excepciones deplorables, en una cultura y un tiempo radicalmente secularizados, en los que las religiones y las iglesias han perdido su capacidad de influencia social. Nos creemos y sentimos tan seculares que hemos perdido la capacidad de percibir la cantidad de fe que exige la vida ordinaria moderna: en los expertos, en la ciencia, en la tecnología, en la culpabilidad de alguien cada vez que se produce un accidente ?término que ha perdido todo su significado?, en la maldad de unos pocos, en diablos omnipotentes capaces de todo el mal del mundo, en la CIA, en la NSA, en Wall Street, en The New York Times ?por no citar los de cerca-, en The Economist, en el FMI cuando dice lo que nos interesa, y si no, lo clasificamos en el campo de los diablos malos al igual que todo organismo internacional.

Esta ideología nada manifiesta de la omnipotencia que nos acompaña permanentemente en la vida actual tiene una consecuencia seria en lo que a la conciencia de la responsabilidad se refiere. La cultura moderna, con su ingente desarrollo tecno-científico, ya ha dificultado enormemente la percepción de la responsabilidad personal. Según explica el filósofo Hans Jonas, para desarrollar capacidad de responsabilidad moral es preciso percibir las consecuencias de las acciones que llevamos a cabo. La complejidad del mundo que hemos creado hace que los pasos intermedios, las situaciones intermedias, las mediaciones entre el acto personal y sus consecuencias estén cada vez más distanciadas, de forma que la formación de la conciencia moral, de la responsabilidad moral es prácticamente imposible.

El resultado es la búsqueda inmediata y permanente de culpables sobre los que se puedan descargar todas las culpas, más allá de las responsabilidades, y al mismo tiempo la incapacidad de asumir personalmente responsabilidad alguna por cualquier decisión que uno haya adoptado: me han engañado, no sabía, era imprevisible, es el sistema el que nos hace actuar así. Siempre hay alguien tras el que esconderse: el experto, el técnico, el controlador del presupuesto, la máquina, el ordenador, los organismos internacionales, Europa, la burocracia, el sistema, el capital, los mercados, la función pública. Nunca uno mismo.


La situación se va volviendo bipolar: cuanta más sensación de omnipotencia nos insufla la cultura tecno-científica en la que vivimos inmersos y sin la que somos incapaces de sobrevivir, tanta menos capacidad de responsabilidad desarrollamos los individuos. La conjunción de ambos no hace prever un futuro fácil para la Humanidad: cada vez tenemos más poder gracias a la ciencia y a la tecnología que hemos desarrollado y que seguiremos desarrollando, mientras que la capacidad de asumir responsabilidades individuales va decreciendo.

lunes, 19 de agosto de 2013

La Primavera en llamas, Artículo de José Antonio Marina en El Mundo





La Primavera en llamasde José Antonio Marina en El Mundo

         Estudiar la historia de la humanidad, que es a lo que me dedico estos últimos años, produce un sentimiento de impotencia, una sensación de déjà vu, una irritación ante la dificultad del ser humano para aprender ciertas cosas. El MUNDO me pide un artículo sobre la crisis de Egipto y sobre la posibilidad de exportar a otras culturas formas políticas nacidas en un contexto occidental. Estoy de vacaciones, a la orilla del Mediterráneo, ese mar memorioso, que une y separa la cristiandad, el judaísmo, el islamismo, Atenas, Roma, Jerusalén, La Meca. Mi primera reacción fue rechazar la invitación. No soy un experto en política, y en la actualidad investigo sobre nuestra dependencia de una doble herencia –genética y cultural– que actúa sobre nosotros sin que lo sepamos. El genoma biológico ha sido descifrado, y me interesa saber si se puede descifrar nuestro genoma cultural, el que hace que nos resulten evidentes cosas, por el hecho de haber nacido en una cultura y no en otra. Lo que está sucediendo es una demostración de cómo el cambio institucional exige un cambio en esa herencia cultural, y por eso me decido a escribir este artículo.

        Cuando apareció la Primavera Árabe sentí un deseo de tener esperanza, más que una esperanza real. Por decirlo con una expresión castellana de origen árabe, un ¡ojalá!, es decir, un Alá lo quiera laico. Manuel Castells escribió sobre las «redes de la indignación y la esperanza», jaleando el hecho de que las nuevas tecnologías permitieran que los movimientos de indignados tuvieran un poder del que habían carecido hasta ahora. Hubiera deseado que Castells tuviera razón, pero no pude dársela. La indignación es un sentimiento maravilloso, y en mis libros he defendido que debe fomentarse en los niños. Es una protesta afectiva contra la injusticia. Y su emocional grito –«¡No hay derecho!»– es una de las claves de nuestra dignidad. Pero como filósofo sé que es más fácil ponerse de acuerdo en lo que es injusto que en lo que es justo, de la misma manera que es más fácil definir el sufrimiento que la felicidad, o la enfermedad que la salud. La indignación –la protesta contra la injusticia o la tiranía– aglutina a mucha buena gente. Pero el momento posterior, el momento constructivo –el que responde a la pregunta ¿y qué es lo justo y como conseguirlo?– disgrega y enfrenta. Por eso es más importante ponerse de acuerdo en lo que se quiere conseguir que en lo que se quiere erradicar. Es posible que el lector piense que soy un hipercrítico que no me entero de la realidad. Lo que quieren los protagonistas de la Primavera Árabe es acabar con la dictadura e implantar la democracia. Pero ¿qué quiere decir eso? La democracia es sin duda el mejor sistema para organizar la administración del poder, pero no todo lo que democráticamente se decide es justo. The Freedom House considera que hay 118 naciones democráticas, pero solo 90 libres. Esto es sin duda un gran escándalo. Lo que ocurre en el mundo árabe es importante para todo el mundo, porque ejemplifica la gran limitación democrática. La democracia no es la norma suprema, sino que tiene que estar sometida a derechos superiores a la democracia, de origen ético, no religioso. Esta fue una convicción que costó en Europa siglos de guerras ideológicas. El genoma cultural de las religiones monoteístas desconfía de la democracia. Afortunadamente, sabemos que la expresión de nuestros genes biológicos y culturales depende del entorno en que vivamos. El final del siglo XX fue la era de la genética, pero el siglo XXI será la era de la epigenética. El entorno acaba modificando nuestras influencias genéticas. Pero esto necesita tiempo, educación y el conocimiento, proporcionado por la historia, de que las morales religiosas deben someterse a unos principios éticos de nivel superior.

         Volvamos al ejemplo de Egipto. Como en otros países árabes, se plantea un problema: una fuerza no democrática –al menos según los estándares occidentales– como son los partidos islámicos, puede alcanzar legalmente el poder. Es esto lo que resulta inquietante. En Europa tenemos la experiencia de que Hitler accedió democráticamente al poder. Con facilidad todos podemos pensar que la democracia es estupenda siempre que triunfen los que creemos que tienen razón.

        La democracia consiste en admitir que el gobierno está en el pueblo. La ética fija los límites de lo que la democracia puede decidir. Antes de que fuera maltratada, la palabra liberalismo significaba eso. La libertad del individuo y sus derechos eran un valor en sí y no podían ser atropellados por el Estado, por muy democrático que fuera. Pondré un ejemplo. La Revolución francesa fue democrática, pero no liberal. Seguía venerando el poder absoluto y su único cambio fue arrebatárselo al soberano para entregárselo a la voluntad popular. La revolución americana fue más liberal: desconfiaba del poder absoluto, lo ejerciera quien lo ejerciera. Por eso, no es contradictorio que haya una democracia totalitaria, es decir, que entregue el poder legalmente a un gobierno dictatorial ideológicamente, por ejemplo, que se rija por la sharia. Lo que es contradictorio es que haya una democracia éticamente fundada que no respete los derechos individuales.

         Confío en la inteligencia humana y en su capacidad para resolver problemas. También en política. De la misma manera que en el plano teórico se encamina hacia una mentalidad científica, porque es más eficaz que la superstición o las mitologías, en el terreno político se dirige hacia sistemas democráticos éticamente fundados, porque satisfacen mejor las aspiraciones humanas. Por ello me he atrevido a enunciar una Ley del progreso ético/político de la humanidad. «Cuando se eliminan cinco obstáculos –la miseria, la ignorancia, el dogmatismo, el miedo al poder y el resentimiento–, las sociedades evolucionan espontáneamente hacia regímenes democráticos, respetuosos con las garantías jurídicas y los derechos individuales». La historia parece confirmar esta ley. Un país rico, culto, democrático, como era la Alemania de Weimar, pudo retroceder hacia una feroz dictadura porque se aprovechó el resentimiento provocado por el Tratado de Versalles, y se impuso un dogmatismo racial. Los politólogos han estudiado las condiciones previas para la democracia, que coinciden con las señaladas en la anterior ley. Todavía hace un par de semanas en una revista de la Universidad de Harvard he leído una referencia –elogiosa– a la afirmación que hizo un ministro franquista –Laureano López Rodó– acerca de la dificultad de que un sistema democrático se implantara en una sociedad con menos de 2.000 dólares de renta per cápita (de los años sesenta). Tiene que ser, por supuesto, una renta equitativamente distribuida, porque Arabia Saudí o los emiratos árabes tienen una renta per cápita muy alta, tan desigualmente distribuida que es un freno a la democracia.

        La ignorancia y el miedo (por ejemplo, los despertados por regímenes policiales o por una dictadura sacerdotal) son obstáculos a salvar si se quiere favorecer la transición a la democracia. Pero hoy quiero insistir en el dogmatismo. Hay una postura religiosa o políticamente integrista, refractaria a todo tipo de aceptación de los derechos del adversario, que se dio en reinos cristianos, en dictaduras totalitarias fascistas, en regímenes comunistas, o en países islámicos radicales. Fattima Mernissi ha hecho un fascinante recorrido por la historia del islam para demostrar que no es la religión sino el despotismo de las clases dirigentes, lo que ha llevado a los países a su situación. Lo llama «amputación de la modernidad». El gran miedo es la democracia. Mernissi se pregunta por qué es tan temida la democracia y responde: «Porque afecta al corazón mismo de lo que constituye la tradición: la posibilidad de adornar la violencia con el manto de lo sagrado».

         Todo esto nos señala el camino para favorecer la asimilación de la democracia. La historia nos dice que la tentación de imponer sistemas de valores por la fuerza ha sido una constante de la humanidad: lo hizo el cristianismo, la revolución francesa, las potencias coloniales, el comunismo, el islamismo. No es el camino. Hemos de confiar en la inteligencia humana y pensar que si eliminamos los grandes obstáculos que he mencionado –la pobreza, la ignorancia, el dogmatismo, el miedo al poder y el resentimiento– la evolución hacia la democracia y hacia la ética será espontánea.


José Antonio Marina es filósofo.

lunes, 12 de agosto de 2013

Golfillos. Articulo de eduardo URIARTE



Golfillos
EDUARDO URIARTE ROMERO 12/08/13
Eduardo Uriarte

· Sin lealtad constitucional no existe sociedad política y todo se va al garete. Ante nuestros ojos se desmorona el sistema, y a pesar de que nos quejemos en nuestra incapacidad y frustración  de las presiones e intromisiones europeas es muy posible que  sean ellas las que mantengan el hilván de eso que en  su frivolidad e ignorancia el anterior presidente denominó concepto discutido y discutible: la nación.

Sin lealtad constitucional se van perdiendo las buenas formas. Desaparecen los  objetivos políticos generales, comunes -muy posiblemente ni siquiera los haya particulares, sino improvisaciones caprichosas-. La política, simplemente,  es un vivir mandando, cueste lo que cueste, sin saber para qué, salvo para mandar. Se manda y otros no lo hacen, se amanece mandando que no es poco, frente al otro, convertido en enemigo y no en compatriota. Sin lealtad constitucional desaparece la educación política, y después la cívica, y el respeto, y así se convierten los plenos del Congreso o del Senado en soeces patios de corrala zarzuelera. Los debates se reducen a “un tu más”, a discurso demagógico, a baratos aplausos al líder, para que nos vea y nos promocione, pues se queda fuera de lista el que no aplauda, convirtiendo en hordas sarracenas a las bancadas. En este ambiente el que se juega más es el PSOE, pues no es consciente que en su oposición desmesurada e izquierdista no va a superar al PP, sino que se va a cargar un sistema que le es más necesario que a la derecha. Ejerce el harakiri de la socialdemocracia, pues, si para el comunismo el izquierdismo era una enfermedad infantil (Lenin), para la socialdemocracia es el cáncer.

Si el PP negándose a la comparecencia de Rajoy por su actual escándalo de corrupción no favorece el juego limpio en democracia, el PSOE tampoco lo hace en Anadalucía por los EREs. Sin embargo, al amenazar éste con una moción de censura al presiente realiza una irresponsabilidad fragante, pues es la mayoría del PP un elemento de estabilidad muy importante que se está dispuesto a erosionar. Estabilidad que para sí quisiera Italia o Grecia, y causa no baladí para que la prima de riesgo  baje y sus consecuencias se empiecen a dejar a sentir. El problema es que si el PP acierta igual vuelve a ganar las elecciones.

La misma actitud irresponsable convirtiendo la educación en campo de batalla, auténtica carga de profundidad para el futuro y problema para que no salgamos de la crisis. O la incapacidad de asumir necesarias reformas, como la local o territorial (porque de su actual formulación viven los partidos), o la fiscal. O el mal comportamiento irresponsable ante las relaciones exteriores, empezando por el contencioso de Gibraltar, o dispares y oportunistas decisiones ante la lucha antiterrorista. No están ustedes para pegarse, están para buscar las soluciones, y mientras éstas tengan más apoyo, mejores soluciones.

Sin lealtad constitucional, respeto a la ley y ejemplaridad cívica, no se merecen nuestros dirigentes que paguemos los impuestos. Nos invitan a que seamos anarquistas, no sólo por aquello de la emotividad y apasionamiento esenciales del españolito, que es un tópico hecho realidad por los repetidos errores que los dirigentes promueven, no porque esencialmente seamos anarquistas. Anarquismo que parece consustancial a nuestra idiosincrasia política, pero que es consecuencia de los grandes periodos históricos de inoperancia política, simple consuelo anímico de las masas y espontánea reacción de furor que acaba profundizando el desastre. Para colmo al anterior presidente se le ocurrió reivindicar en el diario El País los orígenes libertarios del socialismo español, promoviéndolo ante la opinión pública, para escarnio de Lafargue, y desconociendo, los orígenes reales del socialismo español y su salida de la I Internacional.

No es de extrañar que los nacionalismos periféricos se escapen a todo correr separándose de la España que ustedes están dejando. ¡Oigan¡, que están ahí para dirigir el país, controlar, gobernar, no por el poder por el poder, para eso estuvo Franco. A ustedes se les elige para que dirijan el país y luego se les vota a otros. Su trabajo no es el de una empresa mercantil, el partido no es un fin en sí mismo, el fin, y relativo –pues el sistema es democrático, por lo tanto reformable-, es el sistema que se comprometen dirigir y sostener. Pero sin lealtad constitucional no hay nada de eso, ni razón para que les votemos.

No es que el sistema se articulara para que ustedes hoy  aparezcan como unos degenerados, si, los políticos como unos de los principales problemas de España. Posiblemente primero fueron las formas, los comportamientos, las ideologías internas de cada colectivo político, y después se empezó a descubrir que la estructura jurídico política favorecía el poder e influencia de los partidos. Así se convirtieron en  auténticas hordas de clanes, comandadas por barones, con enorme poder e influencia en la sociedad, con capacidad de presión en  todos los poderes del Estado, en las entidades civiles, universitarias, fundaciones, empresas, etc. Y la democracia se fue convirtiendo en un caldo propicio para la aparición de los calígulas, que llaman al pueblo, sin respeto por la ley, en nombre de la democracia, para cargarse a ésta.

El partido, instrumento para alcanzar el poder, se convirtió en el fin, a la sociedad civil, en el fondo despreciada, se le contempló como gregaria, manipulable mediante la  subvención –ahora que no hay dinero se descubre la debilidad de lo que se ha formado, pues ya no sirve-. La realidad se acaba observando, y actuando sobre ella, desde la enajenación que producen los pasillos de las sedes de los partidos, por unos personajes que en su mayoría no saben lo que es ganarse el pan en la calle. Los partidos se han transformado en partidas, sectarios y agresivos, volvieron al cainismo decimonónico, esquilmaron sobre el terreno a la población, y fueron dejando edificios sin construir, parcelas abandonadas, aeropuertos sin utilizar, autopistas sin coches….

No es sólo que los partidos nacionalistas quieran garantizarse el poder separando un territorio, es que los partidos que no son nacionalistas van camino de lo mismo, acabando por ser nacionalistas en aquellas comunidades donde llevan un  tiempo mandando, provocando clientelas prisioneras, que es como organizar un nuevo estado. Así se reparte el territorio y la sociedad, como en el medioevo, y se pasa a controlar a la población con procedimientos similares. Pero el sistema acaba fallando porque las cajas mal gestionadas acaban sin dinero que derrochar.

Menos mal que estamos en Europa. Es más cómodo como ciudadano europeo llevar a delante  una profesión, recibir asistencia sanitaria, o pagar los impuestos, que trasladándose de unas comunidades autónomas a otras. Y en algunas de ellas, como en Euskadi,  de una provincia a otra. En Euskadi, hoy  Euskal Herria, se vuelve al nombre preliberal porque anuncia la sociedad caciquil de los carlistas. Euskal Herria  a la que el impulso de esa gran revolución conservadora auspiciada por ETA, que lidera todo el nacionalismo, nos ha retrotraído – consiguiendo ETA transformar el carlismo en falangismo, cosa que el Caudillo no puedo hacer-. El resultado: probablemente no vivamos tanto en una democracia moderna como un sistema de partidos. Y, sin embargo, la Transición lo que preconizaba era una democracia, en la que los partidos tenían su papel, y no al revés.

El partido forma cual una tortuga romana, al crítico o disidente se le deja a la intemperie. El colectivo político  busca el poder, funcionando, como ya describiera Max Weber, expoliando al Estado (asumible si además se dedicara a hacer política para todos), o formando parte fundamental de lo que Cesar Molinas define como las “élites extractivas”. De lo que se preocupa el partido es del partido, y una parte fundamental de esa preocupación es su financiación. No le basta lo legalmente recaudado, hacen falta muchos conseguidores, tesoreros, o como se llamen, que la buscan para el partido, llevando, si la llevan, una contabilidad B, o mantienen los recursos en el calcetín o en Suiza. Estos golfillos son los más importantes en un partido, y si cometen tropelías no hay manera de echarlos. Vean lo de Bárcenas, hasta cuándo ha durado aguantando en el partido. Y cualquiera les pregunta a estos personajes cómo va lo del dinero, es algo misterioso. Son tan importantes que tienen estatus blindado.

En este sistema de partidos los que si son prescindibles, muy prescindibles, sobran por molestos, es esa gente culta, universitaria, o profesional, con méritos de sobra, que de vez en cuando se acercan a los partidos –porque en ocasiones a éstos les gusta lucirlos un poco, sobre todo en campaña electoral, aunque cada vez piquen menos-, que a la primera de cambio se les manda a freír puñetas. Al fin y al cabo lo único que pueden aportar al partido es cultura, ética, profesionalidad, discurso, todas esas cosas que hoy las empresas de marketing y publicidad entregan a manera de titulares de prensa a las direcciones de los partidos por cuatro gordas, las que traen los conseguidores, y no hay que aguantar a esos pesados, que suelen ser diletantes y hasta críticos por ser listos. Vean, hagan la comparación, lo difícil que le ha sido al PP echar a Bárcenas y lo fácil que le ha sido al PP en la Comunidad de Madrid hacerlo con Jon Juaristi. Es que en los partidos se mima a los golfillos, porque son los necesarios. Cuestión preocupante,  que nos puede hacer pensar y llevar a la conclusión de que el problema no sea que haya corrupción  en los partidos, sino que los partidos sean entes corruptores.

Es que de hecho lo son. Los son desde los orígenes de la democracia en Atenas. Desde entonces se conocía su maldad intrínseca, su vocación totalitaria. Desde la antigüedad, pues son organismos encargado de gestionar el poder, la riqueza y la pobreza, la vida y la muerte, y desde ese poder caen en la corrupción. De ahí la necesidad de limitar su ansía de poder, necesidad de los contrapoderes del Estado promovidos por Montesquieu, al que Guerra declaró muerto. De ahí la necesidad de limitar el poder de los partidos y otorgarle el que corresponde a entidades civiles, como universidades, fundaciones, asociaciones…, siempre y cuando éstas no sean ya meras correas de transmisión de los partidos. Sin embargo aquí los partidos lo controlan todo, y la entidad que no se deja dirigir  acaba desapareciendo. No hay premier británico que se atreva  aconsejar en los temas políticos o sociales que les corresponde al rector de Oxfor o Cambridge. La británica es otra tradición en la que los políticos hasta dimiten.

El problema catalán, el vasco, con  ETA incluida, la crisis educativa, la corrupción, incluso la crisis económica, tiene su origen, o parte de él, en la idiosincrasia de los partidos españoles, y en una estructura jurídico política que favorece el poder de éstos. Mientras sea así los partidos se gestionarán por golfazos y golfillos. El maquillaje que se va a usar está pasado de moda, se han realizado demasiadas operaciones cosméticas en el pasado como para aceptar a estas alturas que la Ley de Transparencia vaya a evitar los profundos problemas de ineficacia y corrupción existentes. La contabilidad B seguirá existiendo, pues lo importante es articular un organismo fiscalizador de los partidos ajeno a los mismos, y no el actual Tribunal de Cuentas cuyos miembros son designados por los partidos. Lo importante es constituir  un sistema judicial menos influenciado por los partidos. Acercar a la sociedad la política y su control mediante una Ley de Partidos que exija un funcionamiento democrático dentro de los mismos, pues reproduce la paradoja que los encargados de gestionar la democracia no la respetan en su seno.


Es necesaria una ley electoral que promueva el acercamiento de sociedad a sus elegidos, pues en la actualidad los desconocen, y no se les fiscaliza. Ley electoral y de ley de partidos que permita la autonomía del electo respecto a los partidos, pues su actual dependencia socaba la naturaleza de representante del pueblo que debiera disponer, sustituida hoy por la de representante de su partido. Una exigencia de méritos a los candidatos, y no la importancia de aparecer en una lista de siglas, una capacidad del electo de ejercer con libertad su encargo representativo, y no ser un mero peón del grupo correspondiente, etc, etc. Porque, de lo contrario la democracia se la cargarán los que más dicen defenderla: la “nomenclatura” ayudada por los golfillos.