Bandera republicana española- Primera república |
Mi cultura histórica, lo leído, escuchado y visto, de los años
30 hasta la actualidad, está muy bien reflejado en este artículo. No reconocer los hechos históricos nos lleva a la
mitificación, que sin dudad es fetén y
nos aleja de las pequeñas verdades de la vida.
Ahora el paisaje político
se ha llenado de maximalismo y populismo como medicina para los males que tiene
nuestra sociedad. Estoy convencido de que ese no es el camino para construir
una sociedad justa y con libertades, que camine hacia un horizonte de igualdad.
· Ni en su origen ni en las primeras décadas de existencia de
las izquierdas la República estaba entre sus preocupaciones. Para algunos, es
como si no hubiera ocurrido nada entre 1930 y 2014
Entre los males que de un tiempo a esta parte se achacan al
proceso de transición política a la democracia iniciado en julio de 1976 ocupa
un destacado lugar lo que el portavoz de la Izquierda Plural evocaba hace unos
días en el Congreso como “renuncia de tanta gente a tantos sueños y tantas
convicciones, hasta aceptar un monarca designado inicialmente por el dictador”.
Basaba Cayo Lara la legitimidad de la convocatoria de “un referéndum para que
el pueblo decida su destino” precisamente en “todas esas renuncias en la
Transición para que la democracia saliera adelante”. Al cabo de 35 años,
Izquierda Plural tiene claro que los males que afectan a la democracia española
proceden de aquellas renuncias en mala hora consentidas por los partidos que
fraguaron el pacto constitucional y entre los que nadie diría hoy que el
comunista haya desempeñado un papel fundamental.
¿Renunciaron los dos
partidos de la oposición de izquierdas, el socialista y el comunista, a su
“vocación republicana” durante el proceso de transición a la democracia? O
mejor, ¿definía a esos partidos, PSOE y PCE, una cultura, una vocación o una
tradición republicanas? Y si era así, ¿desde cuándo? Porque si algo hay claro
en la historia de ambos partidos es que ni en su origen ni en las primeras décadas
de su existencia dieron muestra alguna de que la República como forma política
del Estado entrara entre sus principales preocupaciones.
Más bien sucedía lo contrario: en las deslumbrantes
claridades dicotómicas que inundaban de luz su concepción del mundo, Pablo
Iglesias tardó tres décadas en percibir que existía un terreno situado entre
explotadores y explotados, entre burguesía y proletariado, que merecía la pena
explorar. Vencida al fin su repugnancia, accedió en 1909 a formar una coalición
con los republicanos, tildados poco antes de “maestros consumados en el arte de
engañar”, no por ningún motivo mezquino, como el de conquistar escaños en el
Congreso, sino porque serviría para “ayudar a la revolución”.
La República adquirió así para los socialistas un valor
instrumental al que se atuvieron en el futuro: valía en la medida en que
permitía al proletariado “avanzar tranquilamente, sin innecesarias
perturbaciones”, hacia su meta final. No es sorprendente, por eso, que en 1930
escribiera Julián Zugazagoitia que un socialista solo podía ver la idea de la
República “con indiferencia” por la muy sencilla razón de que a quien se había
educado en las convicciones marxistas “le tiene perfectamente sin cuidado el
trastueque que se opera en un país al pasar de la Monarquía a la República”;
una toma de posición no muy alejada de la respuesta antológica que el comité
ejecutivo del PCE se dio a sí mismo después de preguntar, también en 1930, qué
significaba la República para los obreros: “Es la Guardia Civil garantizando la
propiedad y la explotación de los obreros y los campesinos bajo la dirección de
un presidente en lugar del rey”.
· Pablo Iglesias tardó tres décadas en percibir que había un
espacio entre burguesía y proletariado
Se comprende que solo al cabo de otros cuatro meses, mientras
las gentes festejaban en las calles el advenimiento de la República, un grupo
de agitadores del PCE irrumpiera con su camioneta en la Puerta del Sol gritando
la consigna “Abajo la República, vivan los soviets”. Y que al cabo de cuatro
años, hecha la experiencia republicana, El Socialista anunciara en un editorial
que la República, “ni vestida ni desnuda nos interesa” y le deseara la muerte.
¿A manos de quién? Ah, eso no importaba, de quien fuera.
De modo que, cuando la rebelión militar de julio de 1936 puso
a la República a los pies de los caballos, los partidos y sindicatos que
acudieron a sofocarla conservaran, por encima de su adhesión o lealtad
republicana, su identidad propia, su cultura y prácticas políticas, sus estrategias
y sus metas finales, que no eran la República de 1931 sino el comunismo, el
socialismo, el anarquismo o la independencia de sus naciones: por eso luchaban
y por eso morían y por eso merecen ser recordados.
La debilidad de los republicanos y los fines muchas veces
enfrentados de las fuerzas coligadas retrasaron y finalmente impidieron una
estrategia común de defensa frente al enemigo, que tampoco el gobierno de
Negrín pudo imponer. A pesar de la sangre derramada en su defensa, la República
sucumbió doblemente derrotada: por quienes se rebelaron contra ella y por
quienes en su interior libraron más de una guerra civil —en Cataluña, en
Aragón, en Madrid—dentro de la Guerra Civil.
Años después de la derrota, cuando algún niño de la guerra o
de la inmediata posguerra conversaba, en París o en Madrid, acerca de todo esto
con un socialista de tal o cual facción, aprendía que los culpables de la
derrota habían sido los socialistas de la facción contraria; si hablaba con un
comunista, la culpa recaía sobre los anarquistas, por su indisciplina y su
“infantilismo revolucionario”, o sobre el Consejo Nacional de Defensa, por su
traición; y si con anarquistas o sindicalistas, entonces los culpables eran los
comunistas, que habían vendido la República a los intereses de la Unión
Soviética. ¿Cómo se podía, con estas memorias enfrentadas, hoy disueltas,
silenciadas o desaparecidas en una inventada memoria democrática, recuperar una
tradición republicana? Salvo la efímera ilusión acariciada tras el triunfo de
los aliados en la Guerra Mundial, muy pocos en el exilio volvieron a acordarse
de las instituciones de la República, digna y solitariamente mantenidas por
personalidades republicanas sin el apoyo de los partidos socialista o
comunista, por no hablar de los sindicalistas.
Por eso, cuando ahora se oye que las izquierdas españolas
vienen de una tradición republicana a la que traicionaron en los años de
Transición por el plato de lentejas de una democracia devaluada, habría que
recordar que el Partido Comunista renunció a plantear la cuestión de la
República veinte años antes de que la transición comenzase, en 1956, cuando
publicó su célebre declaración “por la reconciliación nacional, por una
solución democrática y pacífica del problema español”, donde la República ni se
menciona. Y diez años después, en 1966, sería la mismísima Dolores Ibarruri
quien, al recordar que el problema del régimen estaba en la calle y evocar a
quienes “en el deshojar de la margarita política española se preguntan:
¿Monarquía y República?”, afirmaba que solo cabía una respuesta: Democracia y
Libertad, ambas en mayúscula.
· Socialistas y comunistas hicieron saber que aceptarían un
rey en la jefatura del Estado
Democracia y libertad, sin mención de la República, fue
también la base de la resolución a la que llegaron en Múnich en 1962 varios
partidos de la oposición interior y del exilio, con presencia principal del
PSOE. Y aunque con la cercanía de la muerte del dictador, la República
—federal, para más señas— retornara a declaraciones y congresos, no conviene
olvidar que el Partido Comunista y las llamadas personalidades independientes
de la Junta Democrática no dejaron de instar a don Juan de Borbón a publicitar
un manifiesto postulándose como titular de la Corona: no que no quisieran un
rey en la jefatura del Estado, sino que se equivocaron de candidato. En
cualquier caso, desde 1948 los socialistas y desde 1956 los comunistas, todos
habían hecho saber en privado y en público que aceptarían un regente o un rey
en la jefatura del Estado siempre que abriera el camino a un proceso
constituyente con referéndum final. Y eso fue lo que ocurrió a partir de 1976 y
hasta 1978, en condiciones que nadie podía ni imaginar siquiera treinta o
veinte años antes.