domingo, 25 de noviembre de 2012

"La tentación populista" Articulo de Fernando Savater, EL CORREO 24/11/12


Fernando Savater, EL CORREO 24/11/12

Parece ser una ley histórica del funcionamiento de las ideologías políticas que el vacío dejado por la democracia institucional –cuando fallan en la práctica las garantías de derechos y las promesas de prosperidad general– se vea inmediatamente lleno por la mermelada demagógica del populismo. Lo característico de la oferta populista es denunciar los procedimientos y garantías del sistema democrático como lo opuesto a la democracia, que sería una emanación directa, inmediata y sin trabas del Pueblo. En efecto, ya en sus comienzos griegos pero sobre todo desde su reinvención en la modernidad a partir de las revoluciones del siglo XVIII, la democracia –o sea el gobierno de los ciudadanos por los ciudadanos y para los ciudadanos– se ha caracterizado por establecer una serie de cautelas y barreras defensivas frente al Pueblo. O más bien frente a los que se autoproclaman portavoces inapelables del Pueblo, que se expresa por su boca sin atender a zarandajas legales. El Pueblo es precisamente lo contrario de la democracia, porque cuanto quiere, exige o reivindica –según sus espontáneos voceros, claro– es indiscutible e inapelable; mientras que lo propio de la democracia de los ciudadanos es que todo pueda y deba ser discutido –por eso la democracia es parlamentaria– y siempre quepa apelar a instancias de arbitraje, para lo cual se establece la división de poderes.

El nacionalismo es una ideología política que puede y en ocasiones sabe someterse a la disciplina democrática, pero que siempre guarda muy viva la tentación populista. Después de todo, su base es mucho más afectiva y sentimental que razonante. Si uno se proclama comunista o liberal, pongamos por caso, no puede coherentemente negarse a discutir sus principios, a argumentar a favor de las medidas que propone frente a otras diferentes o a discernir entre las diversas escuelas doctrinales que se enfrentan dentro de su tradición política. Hace falta manejar cierta bibliografía… Pero todo eso es superfluo para quien declara que se siente nacionalista: no hay nada que explicar ni razonar, nada que justificar porque es algo que hay que ser como mandan las tripas y quien no lo es se cae del Pueblo y se enfanga en la tiniebla enemiga. Se trata de una doctrina política muy barata, al alcance de cualquiera, por indigente mental que sea… y sobre todo si lo es.

El señor Artur Mas ha sido durante largo tiempo un nacionalista formal (quiero decir: democráticamente formal) hasta que últimamente parece haberse entregado de lleno a la tentación populista. Y como es clásico ha pasado inmediatamente a considerar prescindibles y opresoras las leyes del Estado en que vive (y mediante las cuales ha llegado al destacado cargo que ocupa) para vitorear una voluntad popular que podría expresarse al margen de ellas de modo plebiscitario, aunque sólo en Cataluña. Pese a que su propuesta independentista afecta por igual a todos los ciudadanos españoles y no únicamente a los empadronados en esa región autónoma, el referéndum de bordes imprecisos respecto a su fondo y a su momento que viene planteando sólo se dirigirá a los catalanes. Los catalanes pueden decidir si quieren seguir siendo españoles pero los españoles nada tienen que decir sobre si aún quieren ser catalanes. Sorprendente. Y también sorprende que el propio término de ‘independencia’ quede en segundo plano en tal consulta respecto a otras fórmulas como la de ‘un Estado propio en Europa’, que es algo que obviamente no depende de la voluntad de los catalanes, ni siquiera de la del resto de los españoles sino que debería contar con la aprobación de los socios de la Unión Europea. Aunque, claro, una vez arrolladas las leyes de España por la democracia directa popular, por qué detenerse ante la legislación de Europa…

Decía Paul Válery que «hay palabras que cantan más que hablan». Sin duda ‘independencia’ es una de ellas pero podríamos señalar que en este caso ‘canta’ no sólo en el sentido imaginado por el poeta francés (es decir que expresa una exaltación del ánimo más que un contenido político) sino también en el de nuestra lengua, cuando decimos que ‘canta mucho’ o que ‘da el cante’. O sea que con ella se enmascaran intereses poco elevados que no quieren reconocerse abiertamente. Por ejemplo, encubrir una mala gestión de los asuntos públicos que han llevado a Cataluña a un enorme déficit y a severos recortes para los que se quieren buscar culpables fuera de los gobernantes locales mismos, cuya responsabilidad es obvia. No cabe duda de que el populismo separatista, incluso cuando no hay ninguna prisa para ponerlo en práctica, es un útil entretenimiento para tapar errores y hasta fechorías, inflamando egoísmos colectivos y adormeciendo cerebros individuales. Pero sólo sirve a los intereses de la cúpula nacionalista que se aprovecha de él, mientras causa daños difíciles de reparar y dificulta la recuperación económica del país de la que depende la prosperidad de la mayoría de los catalanes como la del resto de españoles. Las flatulencias que inflan el globo del Pueblo serán costeadas a alto precio por las economías domésticas y la disensión política de los ciudadanos españoles, incluidos los catalanes: lo veremos, ojalá me equivoque, más pronto que tarde.

Fernando Savater, EL CORREO 24/11/12

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Pueblo, nación y democracia, de Javier Redondo



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Pueblo, nación y democracia, de Javier Redondo en El Mundo


Lo que el pueblo no sabe es que la nación lo protege. Lo que el pueblo ignora es que la nación lo perfecciona. En 1758 apareció el término nación en sentido moderno: «Cuerpo político, una sociedad de hombres unidos para procurarse el bienestar y la seguridad mediante el uso de la fuerza común». El impulso revolucionario en Inglaterra y Francia limitó el poder del rey y acabó con su arbitrariedad. Inmediatamente, la radicalización de las revoluciones impuso una nueva arbitrariedad, la de quienes se arrogaron la voluntad del pueblo. La moderación posterior limitó el poder institucional y contrató con los ciudadanos la dotación de normas para asegurar la supervivencia de la sociedad y de la nación.
Las normas de las que se dota el pueblo a través de sus representantes son la garantía de vigencia del Estado de Derecho. El imperio de la ley es el pilar que sostiene la democracia. Ni la participación ni la movilización popular son valores superiores en la escala democrática. Al contrario, el reclamo de la calle sin cauce ni filtro institucional, la voz de una muchedumbre por cuantiosa que pueda parecer a vista de pájaro, la bandería, la consigna o la proclama esconden una suerte de totalitarismo, anulación de la individualiad, inseguridad jurídica y aunque parezca lo contrario, elitismo. Sin ley no hay democracia ni igualdad. Sin ley, un pueblo ávido de poder tiene la posiblidad de aniquilar a otro, a una parte o incluso a sí mismo.
Supeditar el cumplimiento de la ley al voluntarismo presuntamente democrático otorga la potestad de juzgar a un ciudadano no por incumplir la ley sino por rebatir los principios que sostienen un régimen. Sólo porque una palabra -democracia- suene mejor que otra -ley- para un pueblo que, como diría el ilustrado Florez Estrada, «siempre será víctima de su ignorancia» al creer que la ley es un corsé más que una salvaguardia.
Antes de que a los padres fundadores de la Constitución americana la revolución se les fuera de las manos, se reunieron en un Congreso Continental y desde allí frenaron los excesos del pueblo, que había empezado a organizarse en comités de correspondencia -asambleas locales-, principlamente en Massachusetts y Filadelfia, las colonias más radicales de las 13. Había tantos comités como opiniones. Porque cuando algún colono disentía de la resolución de un comité, convocaba otro que cuestionaba la autoridad del anterior. Llegado el momento nadie sabía dónde residía la autoridad, de modo que los comités formaron milicias y falanges para intimidarse mutuamente y hacer prevalecer sus decisiones mediante la creación de tribunales, comités de inspección y reguladores. En Filadelfia, los comités de regulación de precios persiguieron para emplumar, en el mejor de los casos, a prestamistas y monopolistas. Cada comité legislaba sobre cualquier ámbito de la vida cotidiana: «Estas convenciones populares lo regulan todo: lo que debemos comer, beber, llevar, hablar y pensar», protestaba aterrorizado un leal a la Corona británica.
Entre un Congreso y otro, John Adams retornó a su hacienda de Nueva Inglaterra. Paseando a caballo se topó con un paisano que le felicitó por el trabajo del Primer Congreso: «Enhorabuena, señor, gracias a ustedes ya no seremos juzgados por tribunales británicos; de ahora en adelante el pueblo se juzgará a sí mismo, no habrá más tribunales que los constituidos por el pueblo». Adams se quedó blanco y mudo, cuando se rehizo espoleó al caballó y despavorido y al galope puso rumbo de nuevo a Filadelfia. En la reanudación del Congreso abogó por reforzar los poderes de la institución y limitar el del pueblo. Allí los congresistas certificaron la diferencia entre república (basada en la virtud, la ley, el equilibrio, la participación y la representación) y democracia (entonces era un término sinónimo de anarquía): lo que diferencia la república de la democracia es lo que va de la democracia al despotismo, aseguraron. O sea, la verdadera democracia se basa en la institucionalización del orden y de los procesos de toma de decisiones; no en las convulsiones populares que conducen al establecimiento de una nueva tiranía.
Años después, los padres fundadores concluyeron que sólo un cuerpo permanente (Congreso y Senado) podía controlar «la imprudencia democrática», esto es, la tentación de considerar la ley un mero obstáculo a sortear con el fin de dar gusto a cabecillas, caudillos locales, trileros, ingenisosos y tratantes de ocurrencias tan osados de ponerse al frente de la voluntad de un pueblo, concebido como un todo compacto y singular y, lo que es peor, como una grey de fieles y devotos. En Francia Robespierre instauró la fiesta del culto al ser supremo, que no era otro que él mismo.
Sabemos algo más de lo que ocurrió en Francia cuando a mitad de revolución los diputados de la Montaña actuaron en nombre del pueblo: advino el terror. Ser sospechoso era un delito en sí mismo. En conclusión. Cuando el pueblo y los usurpadores de su voluntad toman el poder, o bien someten a los individuos a un riguroso control, o reina la anarquía. Son dos formas de anomia. Por exceso y por defecto quiebra la seguridad jurídica y la igualdad. La confusión deriva en una contradicción: el pueblo puede anular la condición de ciudadano.
A pesar de sus excesos y al finalizar el terror, la Revolución Francesa -tras la inglesa y americana- nos deparó la idea contemporánea de nación: conjunto de ciudadanos libres e iguales en derechos que acuerda voluntariamente dotarse de instituciones, leyes y gobierno para perpetuar su unidad y preservar precisamente su libertad e igualdad. Pueblo y nación no serían ya sinónimos. La soberanía popular es ilimitada y fragmentable; la nacional, contenida por los derechos naturales, inclusiva y regulada por poderes sujetos a control.
A mitad del siglo XIX, la noción de pueblo resurgió con fuerza en dos sentidos opuestos: el nacionalismo apelaba al pueblo como dueño de su destino y lo identificaba con una lengua, etnia o cualquier cualidad distintiva y a la vez homogeneizadora; el socialismo identificaba al pueblo con una clase social -por cierto, al hilo de esto, qué hacen los sindicatos reclamando el derecho a decidir sino extraviarse otra vez en mitad del naufragio-. Ambas ideologías combaten la idea de libertad de modo similar: le arrebatan a los individuos la voluntad para entregársela al pueblo; los individuos no tienen destino, sólo los pueblos; los derechos de los individuos se supeditan a los de los pueblos, convertidos, en un ejercicio de suplantación, en sujetos de derecho.
El primer tercio del siglo XX se dio una nueva vuelta de tuerca: los partidos próximos a estas ideologías se transformaron en movimientos que representan las demandas, los anhelos, la tradición y las frustraciones del pueblo. Una crítica al partido o a su líder es una agresión contra el pueblo; los líderes identifican e interpretan con clarividencia la voluntad del pueblo y se ponen al frente de la empresa de liberar a sus pueblos de la opresión. Para lograr tal cosa, antes ha surgido un tipo de hombre que, como señala Ortega, no quiere dar razones, ni siquiera tener razón, simplemente se muestra dispuesto a imponer sus opiniones. Es el hombre masa que cree en la acción directa, esto es, en la barbarie, en el linchamiento del adversario.
Porque en definitiva, sin duda, así es más fácil: sin normas no hay interposición entre el propósito y su consecución; además, el hermetismo intelectual esconde las trampas del tahúr: no se trata de tener miedo a la democracia, si lo analizamos con detenimiento es justo al revés, cuantitativa y cualitativamente; ni de temer que un pueblo se pronuncie. Pero los enemigos de la libertad prefieren emplear el término pueblo en lugar de sociedad, porque la sociedad es el todo heterogéneo, diverso, plural y dinámico; y el pueblo es una parte, y si apuramos, sólo una parte de una parte o incluso la élite de esa parte. He aquí la emboscada, el truco y la maquinación orquestada detrás del eslogan «la voluntad de un pueblo».
Javier Redondo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III.

lunes, 5 de noviembre de 2012

Reflexión sobre el federalismo


Federalismo irreflexivo

J.M. Ruiz Soroa, EL CORREO 04/11/12
Basta escuchar a los socialistas para darse cuenta de hasta qué punto la propuesta federal del PSOE es un mero recurso argumentativo para salir del paso en que les ha colocado el independentismo catalán, porque en realidad ni siquiera saben muy bien en qué consiste un sistema federal de gobierno. Resulta que han adoptado la palabra antes de haber pensado el concepto. Y así les va.
¿No me creen? Pues verán: hace unos días explicó el secretario general del PSOE su idea de lo que era la ‘asimetría federal’ que propone para España diciendo que el mejor ejemplo de federalismo asimétrico era el de Estados Unidos dado que en él unos Estados tenían establecida la pena de muerte y otros no: eso es la asimetría, dijo. Eso es pura ignorancia, habría en realidad que decir, puesto que el ejemplo elegido es precisamente el de un federalismo perfectamente simétrico, todo lo contrario de lo que con singular desparpajo afirma nuestro reciente converso. Todos los Estados de la federación poseen en EE UU la misma competencia para regular si aplican o no la pena de muerte, y en eso radica la igualdad simétrica de los miembros de una federación. Lo que luego haga cada Estado con esa su competencia no tiene nada que ver con la simetría o asimetría de su posición inicial sino con el desarrollo del autogobierno.
La asimetría federal consistiría en que el sistema atribuya un estatus jurídico distinto a unos miembros que a otros, es decir, distinto grado de poderes, de competencias, de nivel de autogobierno o de relaciones con la federación. Y, por ello, lo que el PSOE tendría que explicar con mínima precisión es en qué van a consistir esas diferencias de estatus en el federalismo «asimétrico» que propone. Qué es eso que unas regiones o estados van a poseer mientras que otros no van a ostentar. Y si no es capaz de concretarlo (que no lo es), más vale que se calle y no enrede con simetrías y asimetrías.
Porque sucede que, en realidad, España es ya hoy un sistema federativo en el que, curiosamente, se produce un grado de asimetría tan elevado que no tiene parangón en el ámbito de los sistemas federales comparados. Por poner un ejemplo, no existe en el mundo un sistema federal que contenga una asimetría tan extremosa como la que posee la Comunidad Autónoma Vasca por respecto al resto de comunidades autónomas. Lo que significa, entre otras cosas, que si se implantase de verdad un sistema federal en España, una de sus inevitables consecuencias sería la de disminuir (no aumentar) el estatus diferencial privilegiado de que goza hoy el País Vasco. Por eso, entre otras cosas, el nacionalismo y el vasquismo son enemigos del federalismo.
Por otro lado, y precisamente por el elevado grado de asimetría política real que existe en el sistema español es por lo que es impracticable en la realidad la implantación de un Senado federal. De nuevo, éste es un punto en el que los socialistas se llenan la boca cantando las excelencias de un hipotético Senado verdaderamente federal en el que estuviesen representados los pueblos de cada nacionalidad o región y en el que se establecerían unas maravillosas relaciones de cooperación e integración de voluntades, decía Ramón Jaúregui. En realidad, de nuevo, los socialistas no han pensado lo que dicen: la asimetría política efectiva que existe en dos de las comunidades, la vasca y la catalana, hace imposible un tal Senado porque –sencillamente– en ese Senado las fuerzas políticas nacionalistas estarían siempre en minoría ante los dos partidos españoles, luego nunca lo aceptarán ni funcionará. Guste más o menos, la asimetría española conlleva inevitablemente que Euskadi y Cataluña se relacionen con el Gobierno central de manera bilateral, como los treinta años de rodaje del sistema han demostrado hasta la saciedad. Así que más vale dejar de predicar lo imposible: un Senado federal sólo es practicable en un sistema que posea una simetría básica entre el panel de fuerzas políticas internas de todas las regiones, y es impracticable en uno en el que existan unas pocas regiones en las que un nacionalismo exclusivista sea una fuerza política dominante.
Y, para completar el espectáculo de la improvisación, llega el líder socialista catalán Pere Navarro y describe como propuesta de futuro para Cataluña y España un ‘federalismo dual’, en el que las esferas de competencias del Gobierno federal y de los estados federados estén rígidamente marcadas y separadas. Cada Gobierno a lo suyo sin interferirse en lo del otro, dice. Es decir, exactamente el modelo federal decimonónico de Estados Unidos que fue arrumbado y abandonado ya desde la época de Roosevelt por ineficiente e inadecuado para conseguir lo que exige una moderna sociedad del bienestar. El primitivo federalismo dual fue substituido por un ‘federalismo cooperativo’ en el que todos los gobiernos, con independencia de su nivel, deben coordinarse para poder conseguir el resultado buscado: el ‘welfare state’. Y, para ello, hay que olvidarse de esferas separadas y de ámbitos de competencias rígidamente definidos y caminar, por el contrario, hacia la cooperación intergubernamental.
Miren los socialistas a EE UU o a Alemania y vean cómo es el federalismo de hoy, en lugar de mirar al pasado de esos sistemas. O miren a Europa y piensen por qué todos los federalistas –incluidos muchos de ellos– reclamamos mayor coordinación e integración de las políticas nacionales como único camino para salvar a ese valioso sistema de convivencia. Y, después de mirar todo eso, por favor, piensen un poco en lo que proponen para España. Porque es difícil de entender que lo que proponen sea precisamente todo lo contrario de lo que ven tan necesario en los demás ámbitos de su propia experiencia.
J.M. Ruiz Soroa, EL CORREO 04/11/12