viernes, 30 de mayo de 2014

Emociones y razones, de Félix Ovejero en El País el 30 mayo, 2014

Emociones y razones, de Félix Ovejero en El País

LA CUARTA PÁGINA
El nacionalismo apela a los sentimientos al tiempo que reclama una solución política, pero para llegar a un acuerdo hay que estudiar, y desmentir en su caso, los motivos que los han impulsado
La apelación nacionalista a los sentimientos es constitutiva. Sucede con ideas fundamentales, como identidad (“yo me siento más catalán que español”), y también con otras más circunstanciales, como desafección (“no nos sentimos queridos”). Un uso peculiar del lenguaje. Querer a pueblos enteros me parece una desmesura para la que me reconozco incapaz. Tampoco lo demando. Resignadamente, sólo aspiro a que me quieran mi pareja y algún amigo. De mis conciudadanos espero que defiendan mis derechos y consideren mis opiniones. Por otra parte, para lo que importa, yo soy catalán, español, europeo y, puestos a precisar, terrícola. No estoy orgulloso de tales títulos que no he hecho nada para merecer. Por lo mismo, no le doy mayores vueltas a la idea de sentirme catalán, español, europeo o terrícola. Si mi vecino me dice que se siente americano o marciano, me parece raro, pero no le concedo a su sentimiento relevancia política, por más que no deje de preguntarme qué sentirá exactamente. Me empiezo a preocupar cuando quiere levantar fronteras a partir de tales extravagancias. No me gusta que los sentimientos de algunos decidan la ciudadanía de otros. Por ejemplo, no contemplo que los españoles, sintiéndonos explotados por —y distintos de— los gallegos, pudiéramos votar su expulsión.
Pocos testimonios más elocuentes de la función de las emociones en el relato nacionalista que la defensa en el Congreso del referéndum por parte de la representante de ERC, Marta Rovira: en Cataluña hay un sentimiento generalizado de desafecto por España que ha conducido a apostar por la independencia, un proyecto engrescado (emocionante) que supone un reto al actual marco político español y al que, con “voluntad política”, estamos obligados a buscar una salida.
La exposición de Rovira mostró con suprema eficacia y hasta brillantez dramática el busilis de la retórica nacionalista: las emociones como argumentos. En principio, no hay nada raro en ello. Las emociones pueden funcionar como explicaciones, al menos del comportamiento ajeno. Sin ir más lejos, muchos arruinan su vida por amor. Incluso apelamos a las emociones en primera persona, para explicar nuestras acciones, como sucede cuando un criminal afirma: “Por celos maté a mi mujer”. Sostiene que se cegó, que la emoción le venció. Se explica a sí mismo, como si lo que le sucede fuera ajeno a su voluntad. Eso sí, aunque con esa explicación busca disculparse o justificarse, no la invoca como principio, como sí hace aquel otro que dice: “la maté porque era mía”. En este caso, o en el del niño que no da otra razón para coger una cosa que su simple deseo (“es que lo quiero”), hay algo más: los sentimientos operan como fuente de legitimidad.
Lo mismo sucede con el nacionalismo. El sentimiento actúa como principio último. Se atribuye calidad moral a la emoción. Resulta valiosa por sí misma y no necesita justificación ulterior. La argumentación se apuntala en tres premisas: la primera sirve para liberarse de responsabilidad (“yo lo siento así”, “son mis sentimientos”); la segunda, para evitar la discusión (“son emociones, no razones”); la tercera, para imponer silencio sobre las emociones (“se han de respetar mis sentimientos”). De ahí, con cierta naturalidad, concluye: “No cabe pedirme explicaciones de aquello que rige mi conducta”. En esas condiciones, a los demás no nos queda otra que entender, comprender y, de facto, someternos a las emociones. Cualquier crítica resulta una afrenta, un agravio a la identidad. Rajoy y Rubalcaba, en sus intervenciones parlamentarias, parecían instalados en esa perspectiva: evitaban la crítica y, para “no ofender”, comprendían. “Tienes motivos, pero no te pongas así”, venían a decir.
La argumentación es eficaz, pero endeble. Aunque una emoción no es una razón se puede tasar racionalmente. Primero, en su base empírica. Si me dices que hay un león, experimento miedo. Cuando descubro que no hay tal, el miedo desaparece. No sólo eso: puedo pedirte responsabilidades, sobre todo si esa emoción me ha conducido a un comportamiento temerario como saltar por una ventana.
Las emociones no sólo se pueden evaluar por su realismo, sino también por su contenido. Las emociones del Ku Klux Klan o de quienes aplauden a los asesinos etarras son miserables, no merecen respecto. No podemos ignorarlas si hacemos política, pero eso es distinto de asumir que están justificadas, de aprobarlas.
En el caso de Cataluña, la retórica nacionalista apela a una aspiración de autogobierno que, al quedar insatisfecha, ha desatado la emoción “de sentirnos injustamente tratados” y, a la postre, el independentismo reactivo, el “España me ha hecho así”. Nuestro deber consistiría en buscar una “solución política” a ese “problema”. El derecho a decidir sería el primer paso.
Hay varios problemas aquí. El fundamental: sueños y sentimientos no justifican derechos. Si un derecho está justificado, tanto da que se reclame. Los derechos de los niños no dependen de manifestaciones de bebés. Y si el derecho no está justificado, los sentimientos no mejoran su calidad: los ricos del mundo se sienten injustamente tratados por el fisco. Su sentimiento es cierto; su reclamación, un disparate.
En todo caso, lo primero es averiguar si son correctos los supuestos empíricos de las emociones. Que no parece. Algún día habrá que entretenerse en sistematizar las fabulaciones de todo este tiempo, incluido ese mantra de que “la sentencia del Constitucional colmó el vaso”. De momento baste con recordar que en el 2006 sólo un 6% de los catalanes quería la reforma del Estatuto, que éste apenas recibió el refrendo —sobre el censo— del 35% de los catalanes y que la gota tardó en colmar el vaso: en las elecciones autonómicas que siguieron a la sentencia el independentismo explícito no sólo no aumentó, sino que pasó del 16,59% al 7% del voto total. Sencillamente es falso que hubiera reacción a una aspiración: ni había aspiración ni hubo reacción. Si las cosas cambiaron no fue por generación espontánea. En ello ha tenido mucho que ver la catarata de falsedades y promesas sin fundamento repetida a diario por los medios nacionalistas: sobre balanzas fiscales oficiales, sobre la Unión Europea, sobre el expolio, sobre sentencias del Tribunal de La Haya, sobre los límites a la solidaridad en los Estados federales y mil cosas más. Quimeras y mentiras muy precisas que están pendientes de explicación y de responsabilidades. Porque no había león y estamos a punto de saltar por la ventana.
Los datos son falsos, pero no podemos negar los sentimientos desatados, sea cual sea su alcance. Pero el número no los mejora. La historia está llena de sentimientos ciertos e indecentes que han servido para levantar fronteras y expulsar poblaciones, lo que, en el fondo, no es muy diferente. Reconocer que las emociones son ciertas no quiere decir que sean indiscutibles, que no nos quede otra que aceptar la moraleja nacionalista: hay que asumirlas y darles satisfacción. No hay que asumirlas por su trasfondo moral: una minoría decide excluir a los demás de la comunidad de decisión. Ni tampoco por pragmatismo, que alguna vez habrá que acabar con la estrategia siempre ganadora del nacionalismo, ese chantaje de “la independencia o algo a cambio” en el que, para colmo, al final, parece que todos debamos quedar agradecidos a los nacionalistas, por su tolerancia y voluntad pactista, y ellos tan ofendidos como siempre porque, a pesar de nuestra obstinación, “nos hemos visto obligados a darles la razón”. Y hasta la próxima. “Poner voluntad política”, que dicen algunos.
La solución tiene que ser política, pero en un sentido muy diferente. Consiste en discutir las emociones, evaluarlas, examinar cómo se han formado y su base moral y empírica. Como hacemos con el machismo, por ejemplo. Solo así se encaran los problemas. Cuando la recreación radiofónica de la Guerra de los mundos puso a miles de norteamericanos en las calles, las autoridades no movilizaron a las fuerzas aéreas para hacer frente al miedo y a los marcianos, sino que comenzaron por desmentir la invasión extraterrestre. El primero que tuvo que aclarar las cosas fue Orson Welles, el responsable. Pues eso. El primer paso para una solución realmente política consiste en desmontar las mentiras que propiciaron las emociones. Y deben darlo quienes las levantaron y azuzaron, los responsables. Cuestión de “voluntad política”.
Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona. Dentro de poco publicará El compromiso del creador (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores).

miércoles, 21 de mayo de 2014

El ejemplo uruguayo de Mario Vargas Llosa en El Pais

MARIO VARGAS LLOSA en El Pais de 29 DIC 2013 Ha hecho bien The Economist en declarar a Uruguay el país del año y en calificar de admirables las dos reformas liberales más radicales tomadas en 2013 por el Gobierno del presidente José Mujica: el matrimonio gay y la legalización y regulación de la producción, la venta y el consumo de la marihuana. Es extraordinario que ambas medidas, inspiradas en la cultura de la libertad, hayan sido adoptadas por el Gobierno de un movimiento que en su origen no creía en la democracia sino en la revolución marxista leninista y el modelo cubano de autoritarismo vertical y de partido único. Desde que subió al poder, el presidente José Mujica, que en su juventud fue guerrillero tupamaro, asaltó bancos y pasó muchos años en la cárcel, donde fue torturado durante la dictadura militar, ha respetado escrupulosamente las instituciones democráticas —la libertad de prensa, la independencia de poderes, la coexistencia de partidos políticos y las elecciones libres— así como la economía de mercado, la propiedad privada y alentado la inversión extranjera. Esta política del anciano y simpático estadista que habla con una sinceridad insólita en un gobernante, aunque ello le signifique meter la pata de cuando en cuando, vive muy modestamente en su pequeña chacra de las afueras de Montevideo y viaja siempre en segunda clase en sus viajes oficiales, ha dado a Uruguay una imagen de país estable, moderno, libre y seguro, lo que le ha permitido crecer económicamente y avanzar en la justicia social al mismo tiempo que extendía los beneficios de la libertad en todos los campos, venciendo las presiones de una minoría recalcitrante de la alianza. Hay que recordar que Uruguay, a diferencia de la mayor parte de los países latinoamericanos, tiene una antigua y sólida tradición democrática, al extremo de que, cuando yo era niño, se llamaba al país oriental “la Suiza de América” por la fuerza de su sociedad civil, el arraigo de la legalidad y unas Fuerzas Armadas respetuosas de los gobiernos constitucionales. Además, sobre todo después de las reformas del batllismo, que reforzaron el laicismo y desarrollaron una poderosa clase media, la sociedad uruguaya tenía una educación de primer nivel, una muy rica vida cultural y un civismo equilibrado y armonioso que era la envidia de todo el continente. Yo recuerdo la impresión que significó para mí conocer Uruguay hacia mediados de los años sesenta. No parecía uno de los nuestros ese país donde las diferencias económicas y sociales eran mucho menos descarnadas y extremas que en el resto de América Latina y en el que la calidad de la prensa escrita y radial, sus teatros, sus librerías, el alto nivel del debate político, su vida universitaria, sus artistas y escritores —sobre todo, el puñado de críticos y la influencia que ejercían en los gustos del gran público— y la irrestricta libertad que se respiraba por doquier lo acercaban mucho más a los más avanzados países europeos que a sus vecinos. Allí descubrí el semanario Marcha, una de las mejores revistas que he conocido, y que se convirtió para mí desde entonces en una lectura obligatoria para estar al tanto de lo que ocurría en toda América Latina. Esta política del anciano estadista ha dado a Uruguay una imagen de país estable, moderno, libre y seguro Sin embargo, ya en aquel tiempo había comenzado a deteriorarse esa sociedad que daba al forastero la impresión de estar alejándose cada vez más del tercer mundo y acercándose cada vez más al primero. Porque, pese a todo lo bueno que allí ocurría, muchos jóvenes, y algunos no tan jóvenes, sucumbían a la fascinación de la utopía revolucionaria e iniciaban, según el modelo cubano, las acciones violentas que destruirían aquella “democracia burguesa” para reemplazarla no por el paraíso socialista sino por una dictadura militar de derecha que llenó las cárceles de presos políticos, practicó la tortura y obligó a exiliarse a muchos miles de uruguayos. El drenaje de talento y de sus mejores profesionales, artistas e intelectuales que padeció el Uruguay en aquellos años fue proporcionalmente uno de los más críticos que haya vivido en la historia un país latinoamericano. Sin embargo, la tradición democrática y la cultura de la legalidad y la libertad no se eclipsaron del todo en aquellos años de terror y, al caer la dictadura y restablecerse la vida democrática, florecerían de nuevo con más vigor y, se diría, con una experiencia acumulada que sin duda ha educado tanto a la derecha como a la izquierda, vacunándolas contra las ilusiones violentistas del pasado. De otro modo no hubiera sido posible que la izquierda radical, que con el Frente Amplio y los tupamaros llegara al poder, diera muestras, desde el primer momento, de un pragmatismo y espíritu realista que ha permitido la convivencia en la diversidad y profundizado la democracia uruguaya en lugar de pervertirla. Ese perfil democrático y liberal explica la valentía con que el Gobierno del presidente José Mujica ha autorizado el matrimonio entre parejas del mismo sexo y convertido a Uruguay en el primer país del mundo en cambiar radicalmente su política frente al problema de la droga, crucial en todas partes, pero de una agudeza especial en América Latina. Ambas son reformas muy profundas y de largo alcance que, en palabras de The Economist, “pueden beneficiar al mundo entero”. El matrimonio entre personas del mismo sexo, ya autorizado en varios países del mundo, tiende a combatir un prejuicio estúpido y a reparar una injusticia por la que millones de personas han padecido (y siguen padeciendo en la actualidad) arbitrariedades y discriminación sistemática, desde la hoguera inquisitorial hasta la cárcel, el acoso, marginación social y atropellos de todo orden. Inspirada en la absurda creencia de que hay solo una identidad sexual “normal” —la heterosexual— y que quien se aparta de ella es un enfermo o un delincuente, homosexuales y lesbianas se enfrentan todavía a prohibiciones, abusos e intolerancias que les impiden tener una vida libre y abierta, aunque, felizmente, en este campo, por lo menos en Occidente, se han ido desmoronando los prejuicios y tabúes homofóbicos y reemplazándolos la convicción racional de que la opción sexual debe ser tan libre y diversa como la religiosa o la política, y que las parejas homosexuales son tan “normales” como las heterosexuales. (En un acto de pura barbarie, el Parlamento de Uganda acaba de aprobar una ley estableciendo la cadena perpetua para todos los homosexuales). La represión no ha funcionado, y el narcotráfico es hoy el factor principal de la corrupción en América Latina Respecto a las drogas prevalece todavía en el mundo la idea de que la represión es la mejor manera de enfrentar el problema, pese a que la experiencia ha demostrado hasta el cansancio que no obstante la enormidad de recursos y esfuerzos que se han invertido en reprimirlas, su fabricación y consumo siguen aumentando por doquier, engordando a las mafias y la criminalidad asociada al narcotráfico. Este es en nuestros días el principal factor de la corrupción que amenaza a las nuevas y a las antiguas democracias y va cubriendo las ciudades de América Latina de pistoleros y cadáveres. ¿Será exitoso el audaz experimento uruguayo de legalizar la producción y el consumo de la marihuana? Lo sería mucho más, sin ninguna duda, si la medida no quedara confinada en un solo país (y no fuera tan estatista) sino comprendiera un acuerdo internacional del que participaran tanto los países productores como consumidores. Pero, aun así, la medida va a golpear a los traficantes y por lo tanto a la delincuencia derivada del consumo ilegal y demostrará a la larga que la legalización no aumenta notoriamente el consumo sino en un primer momento, aunque luego, desaparecido el tabú que suele prestigiar a la droga ante los jóvenes, tienda a reducirlo. Lo importante es que la legalización vaya acompañada de campañas educativas —como las que combaten el tabaco o explican los efectos dañinos del alcohol— y de rehabilitación, de modo que quienes fuman marihuana lo hagan con perfecta conciencia de lo que hacen, al igual que ocurre hoy día con quienes fuman tabaco o beben alcohol. La libertad tiene sus riesgos y quienes creen en ella deben estar dispuestos a correrlos en todos los dominios, no sólo en el cultural, el religioso y el político. Así lo ha entendido el Gobierno uruguayo y hay que aplaudirlo por ello. Ojalá otros aprendan la lección y sigan su ejemplo.