miércoles, 29 de agosto de 2012

Liberty Valance y Euskadi



Debo matizar una opinión; ‘El hombre que mató a Liberty Valance’ es un western crepuscular, pero no desesperanzado, al menos en su comparación con la Euskadi de hoy y la que se espera. Aquí también se confunden hechos y leyendas desde hace mucho tiempo. Nuestro Liberty Valance no murió en realidad; se recupera de sus heridas en el hospital Donostia. Desde allí hizo público un comunicado  en el que anunciaba su cese definitivo de la violencia, aunque no entregó el revólver, ni el látigo con empuñadura de plata, ni mostró arrepentimiento alguno por lo que había sido y por lo que había hecho durante tantos años.
El comisario Appleyard López presumió durante una temporada de haber acabado con el pistolero, aunque sus convecinos no volvieron a elegirlo para el cargo. Valance consiguió instalar a sus dos secuaces al frente de instituciones muy principales: A Lee van Cleef, en la Diputación Foral de Guipúzcoa. A Strother Martin, el de la sonrisa simplona, lo ha convertido en alcalde de San Sebastián. Ramson Stoddard cerró el despacho por falta de clientela y volvió a trabajar de lavaplatos en la cantina del sueco, que ha aprendido a hacerse el ídem.
La entrad del blog completa: Liberty Valance y el hombre que lo mató

domingo, 19 de agosto de 2012

Compromiso con la verdad


Compromiso con la verdad
George Orwell eligió lo más difícil: no escribió para su clientela y contra los adversarios, sino contra las certidumbres indebidas de su propia clientela política. Tres de los títulos más importantes del escritor inician la reedición de toda su obra en España
En memoria de Jorge Semprún
George Orwell quiso ser "un escritor político, dando el mismo peso a cada una de estas dos palabras". El placer de causar placer, es decir, la vocación de escribir, no anularía en él el interés político: la defensa de la justicia y la libertad. Pero aún menos se doblegaría a la manipulación política de la escritura: "El lenguaje político -y con variaciones esto es verdad en todos los partidos políticos, de los conservadores a los anarquistas- está diseñado para hacer que las mentiras suenen verdaderas y el asesinato parezca respetable, y para dar apariencia de solidez a lo que es puro viento". Luchar contra la tergiversación y la máscara es la primera tarea del escritor político. Su credo empieza por el mandamiento que prohíbe mentir, aún antes del que prohíbe matar.
Por supuesto, la ficción no es una mentira -siempre que se presente sin ambigüedades como tal- sino otra vía de aproximación a la verdad amordazada: pero en cambio la oscuridad del estilo, apreciada por los estetas y por las mentes confusas que elogian en cuanto no entienden, ya es un comienzo de engaño. La precisión y la inteligibilidad tienen un componente técnico (que Orwell analiza en La política y el lenguaje inglés) pero sobre todo son una decisión moral: "La gran enemiga del lenguaje claro es la insinceridad". También hace falta tener un ánimo poco sobrecogido, que no retroceda ante los anatemas de los guardianes de la ortodoxia ni ante la desaprobación hostil de los voceros de la heterodoxia: "Para escribir en un lenguaje claro y vigoroso hay que pensar sin miedo, y si se piensa sin miedo no se puede ser políticamente ortodoxo". Por supuesto, eso lleva a enfrentarse tanto con los partidarios a ultranza de lo establecido como con los ordenancistas de la subversión. Desde el frustrado viaje a Siracusa de Platón, la peor dolencia gremial de los intelectuales es no considerar poder legítimo más que el que parece instaurar las ideas que ellos comparten. Los demás son advenedizos o usurpadores. De aquí una gran dificultad para hacer digerir la democracia a quienes debieran argumentar en su defensa.
George Orwell (como Chesterton, como cualquiera que no asume la mentalidad reptiliana del "amigo-enemigo" en el plano social) aceptó la paradoja y se autodenominó "anarquista conservador" o si se prefiere la versión de Jean-Claude Michéa, "anarquista tory". Esto implica saber que "en todas las sociedades, la gente común debe vivir en cierto grado contra el orden existente". Pero también que las personas normales no aspiran al Reino de los Cielos ni a la perfección semejante a él sobre la tierra, sino a mejorar su condición de forma gradual y eficiente. Existe en la mayoría de las personas -y ésta es quizá la única concesión de Orwell a la peligrosa tentación de la utopía- una forma de common decency,una decencia común y corriente que consiste, según la glosa de Bruce Begout, en la facultad instintiva de percibir el bien y el mal, frente a cualquier forma de deducción trascendental a partir de un principio. Es lo que hace que, más allá de izquierdas y derechas, existan buenas personas en los dos campos o a caballo entre ambos. En cuanto prevalecen, el mundo mejora... Por cierto, siguiendo esta vena de benevolencia utopista, Orwell descubrió cuando estuvo en Cataluña durante la Guerra Civil que los españoles tenemos una dosis de decencia innata, tonificada por un anarquismo omnipresente, más alta de lo normal y gracias a lo cual nos salvaremos de los peores males...
Es bien sabido que Orwell combatió el totalitarismo, tanto nazi como bolchevique, pero su compromiso político no fue meramente negativo ni maximalista. Por supuesto, apoyaba la democracia pese a sus imperfecciones y se revolvía contra quienes decían que era "más o menos lo mismo" o "igual de mala" que los regímenes totalitarios: según él, una estupidez tan grande como decir que tener sólo media barra de pan es lo mismo que no tener nada que comer. Consideraba que el capitalismo liberal en la forma que él conoció era insostenible, además de injusto, por lo que siempre apoyó el socialismo, cuyo proyecto constituía a sus ojos la combinación de la justicia con la libertad. Y ello pese a que quienes se autoproclaman socialistas no sean siempre precisamente dechados de virtud política: "Rechazar el socialismo porque muchos socialistas son individualmente lamentables sería tan absurdo como negarse a viajar en un tren cuando a uno le cae mal el revisor". Pensaba que la mayoría de las escuelas privadas de Inglaterra merecían ser suprimidas, porque sólo eran negocios rentables "gracias a la extendida idea de que hay algo malo en ser educados por la autoridad pública". Se oponía a los nacionalismos en cuanto tienen de beligerante, disgregador y ficticio (para cualquier extranjero, por ejemplo, un inglés es indiscernible de un escocés... ¡y hasta de un irlandés!) y defendía el patriotismo democrático, reclamando que se uniera de nuevo a la inteligencia que hoy le volvía la espalda. Se escandalizaba porque "Inglaterra fuese quizá el único gran país cuyos intelectuales están avergonzados de su propia nacionalidad". Algo le podríamos contar hoy de lo que ocurre en otros lugares...
Orwell eligió lo más difícil: no escribió para su clientela y contra los adversarios, sino contra las certidumbres indebidas de su propia clientela política. No tuvo complejos ante la realidad, sino que aspiró a hacer más compleja nuestra consideración de lo real. Es algo que la pereza maniquea nunca perdona: siempre proclama que se siente "decepcionada" por el maestro que prefiere moverse con la verdad en vez de permanecer cómodamente repantingado en el calor de establo de las certidumbres ortodoxas e inamovibles. Esa decepción proclamada por los rígidos le parecía a Orwell indicación fiable de estar en el buen camino: "En un escritor de hoy puede ser mala señal no estar bajo sospecha por tendencias reaccionarias, así como hace veinte años era mala señal no estar bajo sospecha por simpatías comunistas". Esta toma de postura atrajo sobre él no sólo los malentendidos, quizá inevitables, sino también la calumnia. Estalinistas de esos que han olvidado que lo son le acusaron (a final de los años noventa del pasado siglo) de haber facilitado una lista de intelectuales comunistas a los servicios secretos ingleses. La realidad, nada tenebrosa, es que a título privado ayudó a una amiga que trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores buscando intelectuales capaces de contrarrestar la propaganda comunista en la guerra fría, señalándole a quienes por ser sectarios o imbéciles le parecían inadecuados para la tarea. Los mismos que se pasan la vida denunciando agentes al servicio de la CIA o fascistas encubiertos no se lo perdonaron... ni se lo perdonan. Yo mismo tuve que defenderle no hace muchos años de esa calumnia en las páginas de este diario.
La actividad literaria de Orwell fue muy variada: novelista, desde luego, pero también perspicaz crítico literario, analista político y social, así como cronista de la guerra civil española y de la vida cotidiana de trabajadores y marginados en la Europa de la primera mitad del siglo XX. Incluso puede considerársele sin exageración pionero de lo que luego se llamó "nuevo periodismo", con crónicas ensayísticas tan inolvidables como Matar a un elefante, evocación de su estancia en la India. Sin embargo, al valorar la actualidad de su obra, conviene no olvidar que estuvo muy apegada a la circunstancia histórica que vivió. Sus dos relatos de ficción más logrados, 1984 y Rebelión en la granja, se han convertido por mérito propio en mitos perdurablemente sugestivos de las amenazas de esclavitud espiritual y material que caracterizaron el lado siniestro de la pasada centuria. Como otros mitos, se han salido de lo literario para llegar a ser arquetipos que se acomodan a nuevas salsas políticas y más recientes inquietudes. Pero lo cierto es que ya hemos rebasado en más de un cuarto de siglo la fecha en la que Orwell situó su distópico futuro. Y su estupendo ensayo El león y el unicornio revela desde la primera frase el momento en que fue concebido: "Mientras escribo, seres humanos altamente civilizados vuelan sobre mi cabeza, tratando de matarme". De modo que no se le pueden pedir análisis sobre nuestros problemas actuales ni menos soluciones pertinentes a ellos. Lo que sigue vigente de Orwell es sobre todo su actitud de apego a la verdad, conciencia de lo colectivo y carencia de pose estetizante. No hay autor más alejado de la posmodernidad que él...
Frente a quienes le han denostado, otros tratan de beatificarle, lo que sin duda también habría rechazado. A propósito de Gandhi (a quien admiraba y detestaba a partes iguales) escribió: "A todos los santos deberíamos juzgarles culpables hasta que demuestren su inocencia". Por su parte él tuvo la inocencia más limpia y menos discutible, la del coraje. Aunque conoció los horrores de la guerra nunca fue pacifista (el pacifismo le parecía una curiosidad psicológica, no un movimiento político) y hubiera preferido la muerte en combate a ese otro destino sobrevalorado, la muerte llamada natural "que significa, casi por definición, algo lento, nauseabundo y atroz". George Orwell murió de tuberculosis en 1950, a los cuarenta y siete años.

El legado de ETA


El legado de ETA

Fernando Savater, EL CORREO, 18/8/1
Durante los años de actividad virulenta de ETA, las elecciones en el País Vasco se realizaban evidentemente bajo coacción y por tanto de una forma dudosamente democrática, por decirlo con suavidad. Entre los que se presentaban a ellas, unos se jugaban el escaño y otros se jugaban la vida. La campaña electoral de los partidos no nacionalistas, el PP y el PSE, se desarrollaba aproximadamente con la misma libertad de que gozan los misioneros mormones en Arabia Saudí. Un parlamentario europeo, al que acompañé durante una de ellas, me decía que si comicios así tuvieran lugar en algún país de América o África hasta la Fundación Carter los hubiera considerado inadmisibles. Pero como estábamos solamente en España…
Algunos –pocos, muy pocos– puntillosos reclamábamos que votantes y votables se negaran a participar en semejante juego sucio, para denunciar la situación. Nadie suscribía esta propuesta, ni los más directamente perjudicados ni desde luego los que entre resignados suspiros se beneficiaban de ella. Recusar las elecciones sería «empeorar las cosas», «hacerles el juego», etc… Es curioso que, durante décadas, cualquier iniciativa decidida contra los atropellos del nacionalismo radical, fuese legal, policial, judicial, electoral o lo que ustedes quieran era inmediatamente tachada de «empeoradora» por quienes se decían, que no nos confundan, contrarios al terrorismo, sus pompas y sus obras (los cómplices la llamaban directamente ‘fascista’, como ahora). Por lo visto, pensamos algunos recalcitrantes, todo era igual de malo: que los terroristas campasen por sus respetos o que institucionalmente se les negase respeto a su campo. Pues vaya.
Puestas así las cosas, bastante gente optaba por irse del País Vasco. No sólo aquellos amenazados directamente por el terrorismo, que huían por instinto de conservación (recordando quizá aquel dictamen de Valle Inclán: «Hay honor en ser mártir devorado por los leones, pero no coceado por los burros»), sino muchos otros hartos de tener que vivir con cautelas y recelos, ocultando sus adhesiones y sus símbolos políticos para no ‘provocar’, tratados como ciudadanos de segunda en una parte del Estado de derecho español en la que por lo visto el Estado y el derecho estaban puestos entre paréntesis por los aprendices de tirano y los aprovechateguis que medraban a su sombra. Su ‘exilio’ era más moral que institucional, porque por suerte no tenían que abandonar su patria sino solamente –¡y no es poco!– el lugar donde vivían, que a veces era su tierra natal. No todos se iban por miedo, desde luego, muchos se marcharon por fastidio, por asco o porque no querían que sus hijos fuesen educados en el ambiente enrarecido que les amargaba la vida a ellos. Recuerdo a una pareja de alumnos míos de Zorroaga, euskaldunes y con talento para la filosofía, a los que me encontré años después en Jaén entre el público de una de mis charlas. Cuando les pregunté cómo habían ido a parar allí, él chico me dijo sonriendo: «Porque es lo más diferente a aquello que hemos encontrado…».
Unos se fueron y otros se quedaron: desde fuera de cada historia personal, nadie tiene derecho a juzgar ni a unos ni a otros. Lo evidente es que si el Estado hubiera cumplido eficazmente su obligación de tutelar a los ciudadanos y garantizar sus derechos constitucionales, nadie hubiera tenido que marcharse por miedo: sólo se habrían ido, en todo caso, los que pretendían atemorizar a los demás. Pero claro, como había que intervenir institucionalmente lo menos posible para no «crispar» ni «empeorar» las cosas…Y aun así, menos mal que contábamos con la Constitución y las leyes españolas, con la Audiencia Nacional, con la Guardia Civil y demás fuerzas de seguridad, porque en caso contrario hubiéramos tenido que irnos todos los que no estábamos dispuestos a pasar por el aro ni a callarnos. ¡Que nos hablen a nosotros de independencia, con lo que nos costó mantenernos independientes, a trancas y barrancas, del crimen político con patente de corso durante décadas en Euskadi!
No sé si esa sangría de gente que se marchó podrá repararse ahora, facilitando el voto de los que se fueron amenazados (cualquiera podría sentirse así, aun sin estarlo personalmente, con sólo pasearse por las calles llenas de pintadas, carteles y dianas de su pueblo), o facilitando su empadronamiento de nuevo en Euskadi, o como sea. Supongo que si hay voluntad no es imposible, aunque se presenten obvias dificultades legales. Lo indecente, en cualquier caso, es que se siga contraponiendo desvergonzadamente cómo se ven las cosas ‘aquí’ y en el resto de España, igual que si nadie hubiera tenido que irse de aquí precisamente por verlas como los demás españoles. O que se siga hablando de que esos cambios electorales alteran el censo o son fruto del «resentimiento» de unos cuantos, como si el censo vasco pasado por el cedazo asesino de ETA fuese el único que tiene carta de legitimidad. El fascista croata Ante Pavelic aplicaba a sus enemigos el mecanismo de los tres tercios: un tercio muertos, otro expulsados y otro sometidos. El fascismo de ETA ha pretendido lo mismo en el País Vasco y por lo menos habrá que intentar que no se salga con la suya.
Fernando Savater, EL CORREO, 18/8/12

tricornios y votos


tricornios y votos

J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 19/8/12
La sociedad vasca no es una sociedad ‘normal’ en el sentido sociopolítico del término
Las reacciones negativas que provoca el proyecto del Gobierno de integrar en el censo electoral vasco a quienes tuvieron que expatriarse por fuerza de la presión terrorista son en verdad dignas de estudio, por la sencilla razón de que ponen de manifiesto un hecho básico que casi nadie quiere aceptar: que la sociedad vasca no es una sociedad ‘normal’ en el sentido sociopolítico del término, sino una profundamente ‘anormal’ por cuanto ha experimentado durante casi medio siglo un proceso terrorista de marcaje y depuración étnica con consecuencias a largo plazo. Nuestra clase política nacionalista o vasquista está dispuesta a parlotear sin cesar acerca de la necesaria ‘memoria’ de lo ocurrido, pero se niega rotundamente a hacer esa memoria. Y así se convence de que ésta es una sociedad normal, como cualquier otra europea, que no merece contar con censos de expatriados.
Una simple comparación: la denominada Ley de Memoria Histórica 52/2007 reconoció la nacionalidad española a los hijos y nietos de los exiliados de España desde 1936 hasta 1955, con lo que, automáticamente, les incluyó en el censo electoral. Más de 400.000 personas han solicitado acogerse a esta recuperación en los primeros tres años de vigencia de la ley. Absolutamente nadie, ni fuerzas políticas ni doctrina constitucionalista, encontraron en su momento razón de crítica alguna para este reconocimiento retrospectivo de la nacionalidad y voto españoles, de puro evidente que era su justicia. Nadie criticó el hecho de que, según las normas reglamentarias de desarrollo, se estableciera una presunción de veracidad del exilio forzoso para todos los salidos de España entre esos años, sin necesidad de aportar ‘certificados’ de exilio político. Lo cual era bastante razonable dado que a nadie se le otorgan este tipo de certificados en el curso ordinario de las cosas. Nadie dijo: ¡Cuidado, así se cuela cualquiera!
Más aún, a los miembros de las Brigadas Internacionales se les concedió la nacionalidad española por el mero hecho de haber sido brigadistas en la Guerra Civil, sin necesidad de renunciar a la que poseyeran ya. Un reconocimiento a su abnegado altruismo (que no excluye casos concretos de salvajismo).
¿Escucharon ustedes por aquellos años alguna crítica a esa ‘adulteración’ del censo? No. Y es que todos sabíamos que la sociedad española no era una sociedad plenamente ‘normal’ desde el momento en que en su pasado había tenido lugar una expulsión de parte de esa sociedad por razones ideológicas. A pesar de que habían transcurrido más de cincuenta años, se aceptó corregir los efectos de una realidad histórica torcida, lo cual honra al Gobierno que lo propugnó y realizó. ¡Qué distinta es la situación ahora, a pesar de que los exiliados viven todavía! ¿Será que hay que esperar a que sólo queden los nietos para reconocer la vergüenza histórica de una sociedad?
Pero no acaban aquí los motivos de interés que suscitan las reacciones contra el proyecto gubernamental. Hay otro que me resulta singularmente llamativo, porque pone de manifiesto hasta qué punto es cierto (como dicen Gaizka Fernández Soldevilla y Raúl López Romo en ‘Sangre, votos y manifestaciones’) que ha sido ETA la principal agente de socialización en Vasconia durante un largo período, hasta el punto de que hoy (por duro que pueda parecer el decirlo) la sociedad piensa dócilmente en los términos establecidos por ETA, los acepta como propios sin reflexionar en que son las palabras y los conceptos de ETA y no los suyos originales. Me refiero a esa exclamación entre dolorida y asqueada que profieren casi todos los comentaristas, sean nacionalistas, vasquistas o mediopensionistas al hablar del proyecto: «Entonces, dicen, con este nuevo censo, ¡¡podrían votar los guardias civiles y policías que estuvieron destinados cinco años en Euskadi!! ¡¡Qué horror!!».
No se trata de que la idea sea en sí misma absurda. Es patente que los guardias civiles no se domiciliaban legalmente en Euskadi, basta recordar cómo se los llevaban cadáver a su pueblo para enterrarlos allí. Por otro lado, es bastante estúpido imaginar siquiera que la Guardia Civil y la Policía se van a censar todos de golpe, al silbato del Gobierno, en el censo de exiliados para poder así votar al PP. No, no se trata de eso. De lo que se trata es de la asunción subliminal por parte de casi todos de que la imagen de ‘policía’ o ‘guardia civil’ es la de un alien repugnante e incompatible por sí mismo con la sociedad vasca ( ‘txakurra’). Por eso éste es el reproche de más seguro impacto que puede dirigirse al proyecto del Gobierno: que puede provocar que un guardia civil vote en vasco. Y es que son las palabras marcadas por ETA y los abertzales las que nos piensan a la sociedad vasca, no nosotros los que pensamos libremente.
Si pensásemos por nosotros mismos, resultaría que han sido precisamente la Guardia Civil y la Policía las que nos han liberado del terrorismo. Han sido ellos los que han muerto a granel y sin alharacas –y sin desearlo– por esta sociedad. Hasta es posible que pensásemos que se merecerían ser declarados ciudadanos vascos honorarios, como lo fueron los brigadistas internacionales de la guerra. Es una idea bastante razonable que, sin embargo, sé que provocará el rechazo indignado o la rechifla de casi todos los lectores. Lo dijo ETA y lo repetimos todos en su momento, «que se vayan, se vayan…». Y seguimos pensando en sus términos, por mucho que parloteemos a tontas y a locas de ‘memoria’.
Digno de estudio, sí señor.
J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 19/8/12